El complejo mundo infantil
Es creencia generalizada, debida a una mala educación prematrimonial, que el mundo de los niños, en su primera infancia, es un mundo feliz y sin problemas que se reduce a comer y a dormir. Algo así como si el niño fuese una especie de monstruo que sólo tuviese estómago. Si llora es porque tiene hambre, si vomita es que ha comido demasiado. Nada más falso que esta simplista conclusión.Por el contrario, el mundo infantil es extraordinariamente complejo dentro de su aparente sencillez. Con unas necesidades primarias y limitadas que satisfacer, el niño, sin embargo, es muy receptivo y sensible a cualquier cambio que impida su satisfacción, sobre todo en el campo afectivo. Hechos naturales, como el nacimiento de un hermano o las tensiones familiares, son captados por el niño y pueden producir en él un estado de ansiedad que expresa mediante el llanto, la inapetencia o el vómito. Esto, cuando los trastornos afectivos son leves, ya que si son graves pueden producir efectos psicopatológicos profundos e incluso la muerte física.
Los estudios del doctor Spitz demostraron que la personalidad de la madre puede ejercer, cuando no es adecuada, una influencia nociva sobre el lactante, originando trastornos de conducta y trastornos orgánicos, ya que la ausencia de relaciones personales causada por carencia afectiva, detiene el desarrollo de la personalidad en todos los sectores. De ahí, la extraordinaria importancia que, para el desarrollo de la personalidad del niño, tienen las relaciones de éste con la madre, las relaciones familiares y las pautas educativas. En sí, el desarrollo afectivo normal está condicionado por el equilibrio de dos factores: la satisfacción de las necesidades del niño con el correspondiente logro de placer y sentimiento de seguridad y la independización progresiva del cuidado y la protección materno-paternal, con el consiguiente desarrollo de una personalidad autónoma.
La relación madre-hijo
El primer contacto físico del niño con el mundo se produce siempre a través de la madre y, particularmente, de la mama. Según el doctor Sullivan, el acto de mamar no se trata de una relación, sino de una interrelación en la que ambos, madre e hijo, se influyen mutuamente. El acto de mamar es pues algo más que el hecho de alimentar al niño. Durante la succión, el niño experimenta placer, gusta del pezón, explora el pecho materno, a través del cual va reconociendo y familiarizándose con su nuevo medio. Esta experiencia es plenamente positiva para el niño si la madre lo ama y es feliz en su maternidad, pero tiene repercusiones negativas cuando el estado de ánimo de la madre es contrario, tiene rápidos cambios de humor o existen conflictos entre la pareja. Todos estos sentimientos son captados por el niño a través de la mama o de la manera de cogerlo en brazos provocando que un acto, en sí agradable y que proporciona seguridad al niño, produzca en éste un estado de ansiedad que se traduce en un rechazo de la situación, exteriorizado mediante el llanto, el insomnio o la inapetencia.
Una de las causas más corrientes de distorsión en la relación madre-hijo es el uso del familiar chupete. Adorado por unos y vilipendiado por otros, el chupete se ha convertido, en ocasiones, en motivo de disputa entre la pareja conyugal. Esta tensión se transmite al niño y crea en él una situación de ansiedad e inseguridad, principalmente cuando el chupete se utiliza de forma desequilibrada. Recurso fácil para apagar el llanto del niño, la madre se lo da o se lo niega de forma arbitraria según su humor o predisposición a quitarle ese mal hábito al niño. Hoy se reconoce la actividad de succionar, tanto el chupete como el dedo pulgar, como una necesidad del niño o, aun fuera de la alimentación. Esta necesidad va declinando a lo largo del primer año y desapareciendo al final de éste. Solamente en caso de que esta necesidad no disminuya cuando el niño crece debe reconocérsele carácter patológico, sin considerarlo nunca como un mal hábito aislado y no procurando su desaparición con medidas restrictivas y disciplinarias, sino buscando su causa en situaciones origen de trastornos emocionales.
El control esfinteriano
El segundo año de vida se caracteriza por la maduración de funciones que suponen un gran cambio en la relación del niño con el mundo y pueden ser, por ello, origen de síntomas patológicos si no se enfocan con criterio acertado. Es la época en la que el niño comienza a adquirir creciente autonomía y en la que tienen una gran importancia las pautas de limpieza.
Por regla general, los padres suelen aplicar a sus hijos los mismos métodos educativos que ellos han recibido, a no ser que su educación haya sido tan nefasta que, por reacción, apliquen la opuesta. Precisamente son las pautas de limpieza extremas y desiquilibradas el origen de una distorsión en la relaciones padres-hijo tan vitales para éste. Llevados por amor al hijo, los padres suelen caer en el extremo de criar a éste entre algodones, rodeándolo, asfixiándolo mejor, con sus cuidados y atenciones. Esta sobreprotección es rechazada por el niño, ya que la independencia y la autonomía comienzan a ser otra de sus necesidades.
Indefenso, al principio, en un medio que le es desconocido, el niño precisa de su madre para satisfacer estas necesidades, pero a medida que el medio le va siendo familiar esta dependencia va desapareciendo gradualmente. Si por un amor excesivo se impide esta incipiente autonomía el rechazo del niño a la situación es instantáneo; provocando hostilidad hacia la madre. Ante esta actitud del niño la madre suele reaccionar prodigando aún más sus atenciones en un intento de recuperar el amor de su hijo. Si este círculo vicioso no se rompe, las relaciones madre-hijo pueden degenerar en una dependencia patológica que cercenerá de raíz las posibilidades de formación de una personalidad autóctona e impedirá que las relaciones interpersonales y sociales del niño sean normales, provocando un retraso general en la maduración de sus funciones orgánicas.
Tan perjudicial para el desarrollo normal de la personalidad del niño es el polo opuesto a la sobreprotección: los padres restrictivos y rígidos. Aquellos que pretenden que su hijo sea, en todos los órdenes, un modelo -prefabricado según las tendencias culturales-. El rechazo a esta educación inflexible suele manifestarla el niño, a esta edad, con un retraso en el control esfinteriano, es decir, en sus necesidades fisiológicas. Cuando el niño se ve rodeado de un ambiente familiar normalmente afectivo, corresponde a su vez con un afecto que se traduce en un deseo de complacer a su madre. Por ello, cuando la madre comienza a sen tarle en el bacín, el niño procura orinar en él y controla sus necesidades porque es lo que su madre desea. Por el contrario, cuando se le deja demasiado tiempo solo, se le castiga por orinarse en la cama o se le obliga a permanecer mucho tienipo sentado en el bacín, el niño reacciona ante este desajuste castigando a sus padres. Y el único me dio que posee para castigarles es no hacer aquello que desean. Es su rebelión ante una situación que le resulta desagradable, y, que puede hacerse duradera, si la situación persiste, proyectándose en otras manifestaciones y creando la imagen del niño rebelde y difícil -«no sé que hacer con mi hijo»- o pasivamente sumiso, que es otra forma de rebelión.
Una revisión a tiempo de las pautas educativas con que se dirige al niño pueden evitar los estados de ansiedad y angustia, origen de estas disfunciones orgánicas. En general, el enfoque inadecuado de estas funciones origina no sólo trastornos en las funciones mismas, sino, además, en la conducta del niño por los conflictos que suscitan en sus relaciones con la madre, el padre y el grupo familiar.
Es común observar cómo a la base de muchos de los trastornos tanto orgánicos como psíquicos del niño está el enfoque erróneo y el desconocimiento de los padres de las necesidades de sus hijos, así como de su especial sensibilidad para captar todo aquello que suponga un cambio en sus relaciones con el grupo familiar. El error de muchos padres es creer que su hijo no se entera de nada. Que basta con que esté gordo para que sea feliz y normal.
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