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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Precisión

Yo rogaría al señor Thomas de Carranza que no pusiese palabras suyas en mi boca o en mi pluma. Me estropea el estilo.

No he pensado nunca que la prohibición de manifestarse «f'uera horrible causa de escándalo público» Soy de los pocos españoles a los que les parece bien que se deje manifestar pacíficamente a la derecha, al centro o a la izquierda. De los pocos españoles a los que le parece tan mal que supriman Fuerza Nueva como Cambio 16, porque creo que mis gustos personales tienen poca importancia comparados con la libertad de prensa. Lo que me movió f'ue que el señor Thomas de Carranza protestase de esa medida en nombre de los «derechos fundamentales» que olvidaba tan alegremente para tacharme párrafos. Y en cuanto a que podía haberlo publicado sin censura previa. «remitiéndome al Imperio de la Ley» (¿ve usted lo que le decía del estilo, señor Thomas de Carranza?), no lo hice porque en aquellos tiempos ese Imperio de la Ley era, a menudo, la Ley del Imperio menos así conseguí que por mucho que suprimieran, los españoles de la posguerra se encontrasen con la primera versión desmitificada de nuestro pasado histórico.

Quiero ahora contestar a una desagradable insinuación. Antes de mandar el artículo, pregunté a mi hermano Guillermo si la frase telefónica fue tal y como yo recordaba y me lo confirmó. Tampoco he sido colaborador de «tan siniestra Dirección General» (el adjetivo es suyo y en esos casos, don Enrique, es peligroso jugar con la ironía. Comillas, muchas comillas). De existir esa colaboración, probablemente no habría sido retirado de las librerías mi Guerra de España en sus documentos, a veces con la ayuda de la Guardia Civil (fotocopia en archivo para escépticos).

Resume el señor Thomas de Carranza: «Yo, modestamente..., cumplía con mi deber.» Un deber que consistía en prohibir lo que los españoles escribían. En decidir — ¿en nombre de qué autoridad intelectual?— lo que podían leer. Que deber más triste…

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