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Tribuna:El Poder y la Oposición
Tribuna
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Sobre la legitimidad

Los que suelen leer lo que escribo saben muy bien hasta qué extremo me preocupa, desde hace muchos años, la cuestión de la legitimidad. Su crisis general -aunque no ciertamente total- es uno de los problemas más graves de nuestro tiempo. No es que haya desaparecido la legitimidad en el -mundo, pero su estado es precario; y hay él peligro evidente de que1a ilegitimidad sea «aceptada» como algo inevitable; o que se llegue a pensar que no tiene importancia, y se desvanezcan enteramente las nociones «legitimidad» e «ilegitimidad». Si se toma una lista de países y se van examinando sus condiciones de legitimidad, el resultado es pavoroso.Reacción de los legitimistas

La reacción de los que insisten en la legitimidad y le conceden importancia suele ser afirmar con gran energía la exigencia de legitimidad jurídica, es decir, legal, y atribuirla a las formas de Poder que cumplen algunas condiciones. Voy a considerar ejemplos españoles, porque son los que mejor conozco, los que más directamente me interesan y acerca de los cuales es correcto que hable; pero el lector, y sobre todo el lector de otros países, debe buscar las equivalencias en otras partes.

Orgullo de origen

Cuando se trata de la llamada legitimidad «de origen», es peligroso perderse en la noche de los tiempos, que suele ser muy oscura; si se habla de la legitimidad «de ejercicio», el concepto es demasiado vago y sujeto a varias interpretaciones. Es más claro lo que significa legitimidad social, consistente en la creencia de qué quien manda, quien ejerce el Poder tiene títulos para ello; y digo la «creencia», porque es muy posible que los ciudadanos no pudieran explicarlo demasiado bien, pero si existe el consenso, hay legitimidad social. Es evidente que ésta era la situación de la Monarquía restaurada, entre 1875 y 1923; no es menos claro que la Dictadura de Primo de Rivera, al violar la Constitución de 1876, quebrantó esa legitimidad, y tan gravemente comprometió a la institución monárquica, que la arrastró en su caída; es muy posible que esa legitimidad hubiera podido recomponerse volviendo a renovarla en la fuente de la soberanía nacional, pero el hecho es que esto no se hizo.

La República, con todos sus defectos con las amenazas a la legalidad, desde la, derecha y la izquierda (1932, 1933 1934), conservaba- su legitimidad en 1936, y ésta fue para mí una razón fundamental para considerar que debía ser defendida y no destruida. Pero referirse hoy a una «legitimidad republicana me parece ilusorio, y no sólo por el paso de. la historia, sino porque durante la guerra civil los gobiernos republicanos fueron perdiendo su legitimidad originaria. Recuerdo que tenía un ejemplar de la Constitución de la República -un folleto con cubierta tricolor-; con lápiz rojo y no poco dolor fui marcando los artículos que iba violando el Poder constituido: a los pocos meses tenía cubierto de señales en rojo casi todo el folleto. Como siempre he sido capaz de equivocarme, pero no de engañarme a mí mismo, he tomado esto en serio y me he atenido a las consecuencias.

Creo que hará falta un denodado esfuerzo para establecer un sistema de satisfactoria legitimidad, en el cual podamos convivir libre y pacíficamente. Y no creo que sea buen camino «forzar» la legitimidad, quiero decir, exagerar la parcial legitimidad existente, tanto en el Poder como en las diversas fuerzas sociales que están en juego. Yo preferiría que no se insistiera demasiado en ello, no se comprometiera ninguna parcela de legitimidad, por precaria que sea, y se intentara fortalecerlas a todas y, sobre todo, llevarlas a una convergencia.

Mi natural tendencia al optimismo no me impide ver que más bien se hace otra cosa. Las organizaciones o instituciones que han ejercido el poder en la etapa anterior y que todavía, lo ejercen o lo comparten, en lugar de hacerlo con la modestia de quien desempeña una función útil, interinamente y aunque sea con títulos problemáticos, sienten la tentación de engolar la voz y confundirse con otras magistraturas o asambleas propias de países con mayor acierto o suerte en cuestiones de política. Por su parte, muchos grupos de la oposición actúan como si fuesen los representantes legítimos de un país que todavía no ha sido consultado, y que no se sabe en qué medida los va a respaldar, o si acaso se va a sentir tan lejos de ellos como de los que durante tanto tiempo han asumido su representación sin consentimiento. Y es curioso que con tanta frecuencia se atribuyan en exclusiva el adjetivo «democrático», cuando es un adjetivo que precisamente consiste en eliminar la exclusión.

A la idea inaceptable de que España entera era «derechista» (en dos versiones: que no había más que derechas o que los que no eran de derechas no eran españoles) está sucediendo la de que en una democracia no puede (o no debe) haber derechas. Todo esto es igualmente absurdo -y quiero subrayar el advervio- Y se desliza todavía un absurdo más, sutil y muy peligroso: que se tiene que ser de derechas o de izquierdas. Algunos, concederán que se pueda ser otra cosa, y supondrán que se es del «centro». A casi nadie parece pasársele por la cabeza que pueda haber posiciones más inteligentes, más próximas a la realidad y que tengan algo que ver con la fecha 1976.

Bondad de intención

Yo me atrevería a proponer, junto a las famosas legitimidades de «origen» y «ejercicio», una tercera: la legitimidad de «intención». En el Poder, en la Oposición y fuera de uno y otra, en la ancha superficie de España, hay personas y grupos que desean legitimidad, que tratan de remendar la precaria existente, de avanzar hacia otra más brillante y prometedora, de establecer una, plena e indiscutible, bajo la cual podamos abrigamos. Como la legitimidad, desde hace ya cerca de dos siglos, no puede ser más que democrática -voluntaria, expresa, periódicamente renovada-, las personas o grupos que sinceramente desean la democracia efectiva tienen «legitimidad de intención». Pero aquellos otros cuya propensión es bien distinta, que rechazan ese tipo de consenso o lo defienden tácticamente para anularlo en la práctica, en la medida en que tienen acceso al Poder, carecen de esa legitimidad incoativa, de esa «legitimidad de esperanza», si vale la expresión.

Apártese el pensamiento, por un momento -para volver pronto, claro es-, de lo jurídico y legal. El Diccionario de Autoridades, después de una definición de «legítimo» como «Lo que es según las Leyes Divinas o humanas, o lo que es justo, puesto en equidad y razón», añadía: «Se toma muchas veces por cierto y verdadero en cualquier línea». Y nuestro Diccionario académico actual recoge, con poca variación, esto mismo: «Cierto, genuino y verdadero en cualquier línea». Esto es lo que ahora importa. Habría que favorecer todo lo que es «cierto y verdadero en cualquier línea», lo que no intenta suplantar la voluntad no expresada del país, y prefiere moverla lícitamente y ganarla.

Ante toda pretensión política, los ciudadanos -o, donde no los hay, los que quieren serlo- deben mirar hacia dónde lleva: si al consenso mayoritario como única fuente de Poder y a la limitación rigurosa de ese.Poder por la voluntad de las minorías, o bien a la imposición de una, forma política determinada hacia la cual debe orientarse el país, como un gigantesco y melancólico rebaño

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