El efecto Messi
El 10 jugará el domingo su último partido mundial y, termine como termine, ya ganó: hace mucho, mucho tiempo que un jugador no recogía un cariño tan global
De Buenos Aires a Madrid, de Nápoles a Nueva York, de Doha a Daca y Calcuta y Uagadugu, hoy el mundo desborda de hinchas que lo adoran. El domingo Messi jugará su último partido mundial y, termine como termine, ya ganó: hace mucho, mucho tiempo —si es que alguna vez— que un jugador no recogía un cariño tan global. Rincones tan distantes rebosan de personas tan distintas, famosas o infames, que quieren que la Argentina gane, “no por la Argentina sino por Messi”, aclaran, como si fuera necesario.
El personaje, es cierto, es tan amable. Un muchacho bajito, los ojos en el suelo, que estuvo a punto de quedarse abajo y se salvó por unas medicinas: una historia pequeña que se volvió grandiosa gracias a un giro del guion. Tan amable: un chico casi tímido que se casó con su primera novia, sigue siendo un señor de su casa, tiene tres hijos pícaros con los que juega a la pelota, en la cancha parece uno de ellos. Tan amable: la risa un poco floja, los dientes por delante, nada en él que llame a la desconfianza o a la envidia; un muchacho del barrio que tuvo más suerte que los otros, no la persona más admirada —más mirada— del globo en estos días. En un mundo donde tantos de sus colegas muy menores se dedican a mostrarse con las rubias más operadas y los coches más brishosos, él lleva a los chicos a la escuela. Messi es un ídolo que no se porta como un ídolo: el anti-Cristiano, aunque ahora Cristiano se haya humanizado en el fracaso y Messi, por momentos, cristianizado en la victoria.
Aun así, Messi nunca parece poderoso como pueden parecerlo Mbappé, Haaland, Ibra y, por supuesto, el hipersuperüber. Los que lo frecuentaron en vestuarios cuentan que solía imponer su poder sin decir nada, con gestos y silencios —pero que lo imponía a rajatabla. Ahora ya no: ahora habla, y eso lo hizo más argentino y menos europeo —más brusco y menos sibilino— y los argentinos lo aman en masa y algunos europeos lo critican, pero son los menos. Sigue siendo tan amable.
Así que tantos millones, en rara unanimidad, quieren, por pura generosidad, que la parábola se cierre. Miran al gran triunfador como una víctima: aquel que ha conseguido tanto pero no consigue lo que más le importa, eso que borraría cualquier duda. El que lo ganó todo quiere ganar esta también, la que lo haría indiscutible, y eso hace que millones que no ganaron nunca nada lo compadezcan y acompañen en esa búsqueda que suena casi humilde.
Y esos millones quieren, por puro egoísmo, que la parábola se cierre. Si Messi termina de confirmarse como el mejor jugador de todos los tiempos —si el domingo gana este Mundial—, nosotros seremos los que lo hemos visto. Ya no seremos los que no vimos a Pelé o a Di Stefano, los que apenas vimos a Cruyff o a Maradona: seremos los que vimos al mejor. Nada nos gusta más que aplaudir a rabiar: eso demuestra que no nos equivocamos al venir a este concierto. Al aplaudir nos estamos aplaudiendo.
Eso, en el mundo. En su país fue más difícil. Durante muchos años muchos argentinos no reconocieron a Messi como uno de los suyos. Después de todo, se había ido tan chiquito y no había jugado nunca allí, así que le afeaban que no cantara el himno, que fuese un “pecho frío”, que no fuera Maradona, que perdiese. El giro se consolidó el año pasado, cuando ganó la Copa América, pero había empezado en 2019, cuando la perdió y protestó y maltrató a árbitros y dirigentes y lo castigaron; entonces empezaron a aceptarlo. Y él siguió ese camino, se convirtió en el ídolo absoluto, aquel para quien se hace todo esto: millones de argentinos también quieren que la Argentina gane para que Messi gane, y lo idolatran y le perdonan —como a los verdaderos ídolos— todo o casi todo: que no quiera vivir en su país, que defraude millones, que publicite el reino más retrógrado del mundo. El hombre al que se le pegaba todo se volvió teflón.
Y él, ahora, lo devuelve con juego. Es una recuperación y una sorpresa. Hace unos años Messi dejó de ser el que solía en una cancha: parecía que no quería aceptar que ya no era aquel Messi. Durante un tiempo fue un hombre de cierta edad que se creía Messi y, al creérselo, se equivocaba: intentaba lo que ya no podía, perdía muchas pelotas, se enredaba. El gran cambio en esta copa fue que por fin asumió que es quién es: un jugador absolutamente extraordinario que ya no tiene aquellas facultades pero que, cuando administra las que le quedan y las usa con cuidado, sigue siendo un prodigio —intermitente.
Y que, gracias a eso, convenció a otros 25 futbolistas de dejarlo todo sobre el pasto para que el pobre pibe bajito y dientudo y sonriente no pase a la historia como aquel que pudo ser el mejor pero quién sabe. Su mejor magia, ahora, es ser ese muchacho tan amable al que todos querrían ayudar, al que todos ayudan. Gracias a Él, por el amor de Él, sus compañeros se volvieron un equipo: una pandilla que comparte un objetivo. En estos años, en estos cambios, lo que cambió fue sobre todo una preposición: si la Argentina sale campeona lo será más para Messi que por Messi.
O sea: por el nuevo Efecto Messi, penúltimo conejo del gran mago.
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