París ilumina el camino a Los Ángeles
Francia clausura unos Juegos marcados por el éxito deportivo, organizativo y social, una reconciliación con el espíritu olímpico después de la pandemia de Tokio y que eleva el listón para la cita de 2028
Hasta siempre a París 2024, los Juegos de la luz después del silencio frío y pandémico de Tokio, la reconciliación con la pasión del deporte, la festividad de una ciudad de pabellones y estadios llenos, de Saint-Denis a Roland Garros, de La Défense a Le Bourget pasando por la Plaza de la Concordia, la gente alegre, civilizada. Es el legado de París, algo de aquella magia veraniega de Barcelona 92, un redescubrimiento o una vuelta al origen. “Una oportunidad para la humanidad”, lo llaman, y durante 16 días, una tregua, todo parece posible. Más de 70.000 personas en el Stade de France y millones en todo el mundo despidieron ayer una cita que por su éxito deportivo, organizativo y social vuelve a discutir ese título honorífico de los mejores Juegos de la historia. Podio como mínimo.
"La Marsellesa" en el Stade de France. ¡Qué momento tan emotivo! 🥹
— Los Juegos Olímpicos (@juegosolimpicos) August 11, 2024
París, fue todo un placer. 💙🤍❤️#Paris2024 #CeremoniaDeClausura pic.twitter.com/RrIPXJ1PsI
Francia late orgullosa cuando Léon Marchand, traje elegante, atrapa una gota del fuego olímpico cerca del pebetero flotante de Tullerías y emprende un lento camino por un sendero de tierra. La llama vuelva a casa. Durante dos semanas, miles de parisinos y turistas han paseado de noche cerca del Louvre iluminado, mirando la hora en el móvil, a ver si son las 22.00 y se ilumina la bola de fuego olímpico, el globo de 30 metros de altura y 22 de diámetro que sorprende por su belleza y su lenta ascensión al cielo, por su calor amarillo que nace de un anillo de siete metros de ancho. Cuesta creer que algo diferente pueda impresionar en una ciudad que es en sí un monumento, pero París se ha enamorado del pebetero y ya no quiere soltarlo y dejarlo volar. El fuego encapsulado emprende su viaje de regreso al estadio.
París se ha redescubierto, y hasta La Marsella a la que pone música una orquesta en la pista de atletismo, y da voz la grada bailona, suena diferente, una versión suave de Viktor le Masne, más emotiva, lejos del himno marcial y agresivo de 1792. Por un laberinto de puentes y pasillos en el centro del estadio, un puzle de los continentes, pasean los representantes de las 205 delegaciones. Ondean bandera los chicos de oro del atletismo español, la marchadora María Pérez y el saltador Jordan Díaz, y Francia celebra a Antoine Dupont, jugador de rugby, y a la ciclista Pauline Ferrand, héroes de un país que es quinto en el medallero después de Estados Unidos y China, empatados a 40 oros, Japón y Australia, el orgullo de ser la primera nación europea entre las mejores. Sonríe la nadadora estadounidense Katie Ledecky, la nadadora olímpica con más medallas de oro (nueve), y la boxeadora argelina Imane Khelif, otro póster de estos Juegos.
El desfile acuático del Sena lluvioso en la inauguración es ahora el tradicional camino a pie de los atletas, las escenas habituales de banderitas y móviles en la mano, y algún tinte de pelo por una apuesta cumplida. El equipo estadounidense se señala las barras y estrellas en el brazo, las letras USA en el pecho. Todos bailan en la discoteca del Stade de France, fin de fiesta bajo el We are the champions. Las últimas tres atletas en recibir la medalla de los Juegos tienen premio doble. Las mujeres maratonianas, la holandesa Sifan Hassan, la etíope Tigst Assefa y la keniana Hellen Obiri, triunfadoras en la mañana del último domingo, son condecoradas por el presidente del COI, Thomas Bach, y por Sebastian Coe, presidente de World Athletics, ante la multitud.
Los Juegos son el pasado, el abrazo al maratón histórico, y también el futuro. Del cielo del estadio desciende el viajero dorado, un visitante que procede de una época todavía por llegar, un tiempo en el que los Juegos Olímpicos han desaparecido, y ha viajado no en misión invasora, como en las películas de alienígenas, sino en busca de conocimiento. ¿Qué es eso de los Juegos, de lo que tanto hablan los antiguos?, debe de preguntarse el hombre de rostro desconocido. Es una bandera de Grecia que se otorga al extraterrestre, que empieza a comprender, unos anillos olímpicos que se forman en el cielo, y allí permanecen, símbolo del mundo unido, unas palabras de Pierre de Coubertin.
Tony Estanguet, el presidente del comité organizador de París 2024, toca otra vez la fibra nacional al recordar las 16 medallas de oro de la delegación francesa, el registro superado de las 15 de Atlanta 96, y Bach remarca la igualdad de género como la herencia de París.
La alcaldesa Anne Hidalgo ofrece el relevo de la bandera olímpica a su colega de Los Ángeles, Karen Bass, y ella, junto a Simonhe Biles, habla de la “identidad global” de su ciudad como una marca, y su logo es ya un símbolo de estos nuevos tiempos de códigos, números y letras, algo cortito y al pie, LA28, como si fuera una matrícula, la A dibujando una bandera estadounidense. El show es Tom Cruise, que baja en rápel de la cubierta del recinto, agarra la bandera olímpica y la pasea en moto, como si fuera el rodaje de Misión imposible. La película es el actor conduciendo por las calles de París, y subido a un avión hacia Los Ángeles, donde viste de los colores olímpicos el letrero de Hollywood en el icónico Monte Lee. El legendario Michael Johnson corre por las calles de California y el fenómeno del skate Jagger Eaton hace cabriolas en la playa de Venice, otro guiño a los deportes urbanos. Si París ha sacado el deporte a la calle, el skate bajo el Obelisco, el 3x3, la escalada en Le Bourget, Los Ángeles será el sol, el mar. Suena Snoop Dogg y Red Hot Chili Peppers.
Léon Marchand ha llegado al estadio con el fuego olímpico. Hasta siempre a París, su embrujo. Los Ángeles tiene el camino iluminado.
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