Julien Alfred, un oro para la isla de Santa Lucía y para la historia
La caribeña vence ante la gran favorita, Sha’Carri Richardson, de Estados Unidos
Diluvia en París y en los tacos de salida de la final de 100m no está Shelly-Ann Fraser-Pryce. Razones para la melancolía en la pista violeta lavanda jaspeada de oscuro por las gruesas gotas de la tormenta.
Solo una emoción muy fuerte puede compensar la ausencia de la mamá cohete jamaicana, de 37 años, campeona olímpica en Pekín 2008 y en Pekín 2012, y aún medallista en 2016 y 2021. Esa emoción es Sha’Carri Richardson, exclaman los norteamericanos, fascinados por la vida y la personalidad extravagante de la velocista tejana que tanto les recuerda a Florence Griffith, quien como Liza Minelli en Cabaret enseñaba sus uñas a quien fuera y le decía, “sofisticadas, ¿eh?”. Richardson tiene las uñas, y la sofisticación, y la prestancia necesarias para avisar antes de la carrera: “Es la última vez que los Juegos se celebran sin Sha’Carri Richardson, y es la última vez que Estados Unidos vuelve sin la medalla de oro en los 100 metros”.
Puede tener razón en lo primero, pero Estados Unidos tendrá que seguir esperando a la heredera de Gail Devers, campeona olímpica en Atlanta 96.
El atletismo es el único deporte en el que puede ganar una medalla de oro un atleta de un país que ni se sabía que existía, y Santa Lucía, 200.000 habitantes, donde nació Julien Alfred, es uno de esos. La sprinter caribeña asustó a Sha’Carri Richardson, la diosa de la velocidad, en una semifinal en la que la tejana, que desprecia el arte de la salida de tacos, tropezó en los primeros pasos y de nada le valió una acción dinámica a partir de media carrera muy superior al resto. Su frecuencia prodigiosa no le acercó.
Dos horas después, se repitió el escenario. En París bajo la lluvia la gran sensación la regaló a la afición incansable una sprinter apenas conocida fuera de los círculos del atletismo. Se llama Julien Alfred. Es caribeña. Tiene 23 años. Salió por la calle seis, y por la siete, la norteamericana solo pudo perseguir sus huellas en el agua. Boom, 10,71s para Alfred, de salida explosiva y velocidad mantenida, sin estridencias. 10,87s para Richardson, que volvió a dormirse en los tacos.
Los especialistas hablan y no acaban de Richardson como atleta y como persona. Elogian su posición y su técnica circular unidas a una frecuencia prodigiosa y mantenida, que le permiten mantener la velocidad mejor que ninguna otra y la convierten en la única que de momento podría acercarse al mítico récord femenino de 100m. Y siempre añaden: pero solo puede conseguirlo mientras alguien le explique cómo salir eficazmente de los tacos.
Para Estados Unidos el triunfo de Alfred no es una noticia para solazarse por la universidad del atletismo, que el triunfo en triple de Thea Lafond, de la vecina isla de Dominica confirmó, sino para lamentar tanta inversión publicitaria y mediática en Richardson, campeona del mundo en Budapest. La atleta es una figura popular, del famoseo, más allá del atletismo desde que hace tres años se quedara sin poder participar en los Juegos de Tokio, sancionada varios meses por un positivo de cannabis al fumarse un porro de maría para calmar la pena cuando murió su abuela.
La vida de Alfred es de las que gusta leer a los padres a sus hijos perezosos. Nacimiento humilde, drama, emigración, busca, el valor doble que necesita la mujer para llegar donde el hombre. Fue la bibliotecaria de la escuela de Castries, la capital de la isla, la que descubrió sus cualidades cuando la veía en los recreos ganar a todos los chicos de primero y de segundo. Cuando perdió a su padre a los 12 años, Alfred dejó el deporte durante algún tiempo. Su entrenador, Cuthbert Modeste, fue a su pueblo y la convenció para que volviera. Y para seguir siendo atleta, tuvo que trasladarse sola a Jamaica, la tierra de la velocidad, a los 14 años. Terminó, como todas las grandes, con una beca en una Universidad de Estados Unidos, en Texas.
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