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RELATOS DE UN AMATEUR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pasársela a Robbo

El pasado jueves, murió John Robertson, dos veces campeón de Europa, leyenda del Nottingham Forest y un hombre humilde y agradecido

Nos disponíamos a entrar en el Guggenheim cuando él se detuvo en seco. Me cogió del brazo, dio un paso atrás y exclamó “Espera, espera, ¿esto es un museo?”. Yo respondí afirmativamente. Él protestó: “¡Uno tiene sus principios! Nunca he entrado en un museo y no lo voy a hacer ahora”. Le recordé que íbamos a comer en el restaurante de la pinacoteca y solo entonces accedió, con la condición de que la visita fuera exclusivamente gastronómica. Después, durante la comida, me guiñó varias veces un ojo, al tiempo que me advertía. “¡Nada de arte, eh!”.

Yo me reía y le observaba, y me recordaba a mí mismo que ese hombre afable y divertido que enlazaba anécdota tras anécdota, chiste tras chiste, era una leyenda del fútbol. Nada menos que John Robertson, doble campeón de Europa con el Nottingham Forest y probablemente el mejor jugador de toda la historia del club. Se encontraba en Bilbao como parte del elenco que presentaba en el festival de cine Thinking Football Film Festival el documental I believe in miracles, precisamente en torno a la gesta del inolvidable equipo de Brian Clough del que él fue la estrella. ¿Sería realmente la primera vez que el que Clough denominó el Picasso del fútbol entraba a un museo? Quién sabe, nunca estaba uno del todo seguro si Robertson hablaba en serio o en broma.

Lo que sí era cierto es que el extremo escocés llevaba dos días haciendo un esfuerzo decidido por hacerme las horas agradables, a mí, su anfitrión, cuando él era nuestro invitado. Se lo señalé a Jonny Owen, director del documental, que lo atribuyó a su carácter humilde y agradecido, fiel a sus orígenes de clase obrera del cinturón industrial de Glasgow. No se me escapó el cariño con el que Jonny me hablaba de Robertson, tampoco la mirada que le dedicaba cuando el exjugador se recreaba en palabras, como regates de antaño, para deleite de los presentes. En aquella sobremesa entendí por qué Clough le eximía a veces de entrenar para llevárselo a jugar a golf, por qué el extremo izquierdo fue su ojito derecho. Todo lo vivido y hablado con Robbo, como le llamaban sus amigos, en el resto de los días juntos no hizo sino intensificar la convicción de que era un hombre excepcional y excepcionalmente bueno.

El pasado jueves, John Robertson murió. Me enteré por varios mensajes de amigos, entre ellos de Sid Lowe, periodista de The Guardian que compartió con nosotros aquellos días en Bilbao. Sentí una enorme tristeza. Los textos de esta sección los entregamos el viernes y yo tenía el mío ya preparado, pero decidí cambiarlo a última hora porque sentí la necesidad de dejar constancia de la calidad humana del hombre que tuve la suerte de conocer. Hay textos que se escriben con la cabeza y otros con el corazón. A veces estos últimos son los más torpes. Si es así, espero que el lector sepa perdonarlo.

Mandé un mensaje de condolencias a Jonny Owen. Él me compartió el homenaje que había escrito para The Times. En ese precioso texto, el director recordaba que cuando estrenaron el documental en una pantalla gigante en el City Ground, los jugadores que aparecían en la cinta saltaron al centro del campo para ser recibidos por miles de espectadores que se congregaron en la famosa grada Trent End. Cuenta Jonny que mientras esperaban el momento en el túnel de vestuarios, Tony Woodcock exclamó: “¡Pasádsela a Robbo, chicos!" y que después fueron Colin Barrett, Garry Birtles, Peter Shilton y Archie Gemmill (lea los nombres en alto si quiere que se le ponga la piel de gallina) los que gritaron lo mismo. En ese momento Frank Clark le sonrió y le explicó que aquello era lo que siempre gritaban al salir al campo: “Give it to Robbo”.

Sonreí al leer esto. Pasársela a Robbo como un grito de ánimo, como una solución en caso de problemas. Leyendo a Jonny, recordé aquella mesa en el Guggenheim y pensé que los comensales hicimos lo mismo, todo el rato: Pasársela a Robbo, pero esta vez no la bola, sino la palabra. Al fin y al cabo, ambas se inventaron para lo mismo: unir y deleitar a las personas.

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