Jugar, vivir, sentir narrando
Con voz de falsete y recursos de los comentaristas de televisión y radio, en el pasillo de nuestra casa se recrearon cientos de encuentros, a cada cual más épico
![Niños futbol Brasil](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/PXBUYIYWZ5BKHMAZOAPK25AWJI.jpg?auth=36aa74f7993a3369ffe1b030d93f99f5ee277f96aa41e4c727f91f35f8517042&width=414)
Cuando mis hijos eran más pequeños, me encantaba observarlos mientras jugaban. La alfombra de la habitación que compartían es quizá el lugar donde más horas felices he pasado en los últimos años. Me tumbaba ahí, con un libro y un cojín, y a ratos leía, a ratos participaba en los juegos, a ratos me quedaba en silencio mirándolos con los ojos con los que se observa un milagro. También les escuchaba, porque los niños a determinadas edades juegan relatando en alto su propio juego. Cerraba los ojos y les oía poner voz a sus Legos, a los cochecitos, a los Playmobil de vaqueros que yo les compré hinchado de nostalgia. Con aquellos personajes de plástico y metal hilaban historias en las que podía reconocer giros, palabras y expresiones que provenían de su madre o de mí.
También jugaban mucho al fútbol en el pasillo, con una pelota de tela que su amama les había confeccionado para ello. En esos partidos podía haber cuatro, tres, dos o incluso un solo jugador, dependiendo de la disponibilidad de los miembros de la familia, dada la carga de trabajo y deberes. Cuando esto último sucedía, cuando uno de los niños pateaba en soledad el balón en el pasillo con la puerta del baño a modo de portería, resultaba curioso comprobar que también lo hacía narrando. Con la palabra, soñaba en alto partidos imposibles. Con voz de falsete y recursos de los comentaristas de televisión y radio, en el pasillo de nuestra casa se recrearon cientos de encuentros, a cada cual más épico.
Tomando un café le conté esto a un amigo brasileño y él me habló de Uri Geller, un extremo izquierdo del Flamengo de finales de los setenta, apodado así por su mágica capacidad para doblar defensas como si fueran cucharas. Al parecer, narraba sus propias jugadas al tiempo que las dibujaba con el balón sobre el césped de Maracaná. Recordé a no pocos amigos que en las pachangas de antaño hacían lo mismo, imitando, es curioso, a un narrador siempre sudamericano, bien argentino bien brasileño. Yo mismo, cuando jugaba con un cigarro en los labios, fui de esos que al recibir un balón recitaba en portugués inventado “recibe Galderinho Da Souza Faria, o rei du la cancha…”.
Mis pequeños ya no son tan pequeños. Los hijos aceleran el tiempo. Todos cambiamos, es una obviedad. Pero ellos los hacen a velocidad de vértigo. No sé cómo sería antes, pero en estos tiempos de nuevas tecnologías tenemos tantas fotos, también de la rutina del día a día, que funcionan como fotogramas de la película de la vida reciente. Además, Google se empeña en recordárnoslas. Todos los días mi móvil me ofrece evocar, a través de las fotos que un día hice. Cuántas veces me encuentro a mí mismo contemplando cómo eran mis hijos hace tres, cinco, siete años, al tiempo que murmuro los versos de Virgilio: “Pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo″. Y, cuando les enseño esas fotos a ellos, nos contamos anécdotas e historias de cuando fueron hechas. Recordamos juntos.
Estos días he leído Otra vida por vivir, en cuyas páginas Theodor Kallifatides habla de una crisis creativa y se pregunta por qué escribir. Leyéndole, me decía que escribir es vivir la vida dos veces. Nos narramos porque estamos vivos y porque vamos a morir. Escribimos porque somos historias, porque estamos hechos de ellas. Con el fútbol sucede lo mismo. La palabra hace que el gol sea dos veces y, bien escrita o cantada, que tenga la posibilidad de venir también eterno, de vencer al olvido que seremos, como rezan los célebres versos de Borges.
En estos tiempos de preeminencia de la imagen, en los que las cámaras han traspasado todas las fronteras y todas las líneas rojas, conviene reivindicar este poder de la palabra. Las imágenes certifican lo que ha sido (y quizá ya ni eso), pero son las palabras la que las dotan de sentido, transformándolas en historia y memoria, en relato, en algo vivo. Mis hijos jugaban narrando, igual que Uri Geller relataba su propio arte sobre el césped, porque de alguna manera sabían que solo lo que se cuenta ocurre de verdad.
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