Esos locos de negro
Me gusta mirar el rugby porque aporta elementos que más tarde nos suelen llegar al fútbol, entre ellos el videoarbitraje, el análisis de datos y esos entrenadores subidos en la tribuna e intercomunicados con sus ayudantes del banquillo
Decía Míchel, magnífico entrenador del magnífico Girona, que la sufrida clasificación en la Copa en campo del San Roque de Lepe había sido una gran tarde de fútbol, de ese otro fútbol tan de verdad como el de los grandes titulares, de ese fútbol de hierba artificial, horario de tarde, de luces con tonos amarillentos y grandes sombras, de grada artificial y vestuarios sencillos y recién pintados.
Y me creo tanto a Míchel que siento que hubiera dicho lo mismo, o parecido, si Savinho no hace un gol estupendo en el minuto 98 y el destino de la eliminatoria hubiera sido diferente.
Aunque a quien hubiera querido escuchar tras el partido es a Hernández Maeso, árbitro de la contienda y a su equipo arbitral en ese regreso al otro fútbol, a ese en el que el linier tiene la última palabra, sin pantallas ni líneas artificiales, en ese en el que el árbitro tiene todo el poder de decisión y donde no existen repeticiones en las pantallas del estadio simplemente porque estas no existen, ni tampoco la sala VOR y bastante lío tienen quienes producen las imágenes televisivas con encontrar el mejor, seguramente el único, lugar donde emplazar las cámaras y realizar una retransmisión digna.
Sí, qué quieren que les diga, me hubiera gustado colarme en el coche en el que les imagino regresando a sus casas y poder conocer cómo se habían sentido en esos campos en los que empezaron sus carreras, esos que conocen cuando eran más jóvenes, Hernández Maeso es un chaval de 35 años, y llegaba a esos vestuarios sin tantas medidas de seguridad y en esos partidos en los que, imagino, que la ausencia de público en las gradas les permitía hasta localizar a ese grupito de alborotadores que se creen tan graciosos.
Supongo, nunca he hecho de árbitro para saberlo por mí mismo, que lo de ayer fue una vuelta a la condición humana del árbitro, a esa que se entiende como falible y en que ese concepto de la interpretación arbitral adquiere todo su auténtico significado en estos tiempos en los que parece que los árbitros son biónicos y ni interpretan ni sienten ni padecen.
No sé si alguna vez les he contado que me gusta mucho el rugby, aunque entiendo poco o nada del juego y es un deporte al que me gusta mirar porque aportan elementos que más tarde nos suelen llegar al fútbol, entre ellos el videoarbitraje, el análisis de datos y esos entrenadores subidos en la tribuna y perfectamente intercomunicados con sus ayudantes del banquillo.
Les reconozco que en el rugby voy con Francia, supongo que por cuestiones familiares, de proximidad y de que me gustaba eso del rugby champán y también les reconozco que su eliminación en cuartos de final contra Sudáfrica fue, a la vez, dolorosa y un enorme encuentro que los sudafricanos ganaron por 29 a 28. Creo que ya saben que en el rugby hay, no solo, videoarbitraje, sino que se escuchan las conversaciones de la sala de video con el árbitro y este explica sus decisiones con ese micro que lleva encima. Hubo al final del partido alguna declaración en caliente sugiriendo que el arbitraje del neozelandés O’Keeffe podría haber decantado el resultado del lado sudafricano y que el videoarbitraje no había estado todo lo bien que los seguidores franceses hubieran querido. Todo ello se acabó en la sala de prensa con las declaraciones del seleccionador francés Fabien Galthié reconociendo la victoria de los sudafricanos y emplazándose a mejorar lo que había fallado en el choque de colosos.
Al final, O’Keeffe pitó el Sudáfrica-Inglaterra de semifinales (victoria sudafricana 16-15), imagínese eso en el Mundial de fútbol. Sudáfrica se llevó el título ganando en la final a Nueva Zelanda por 12-11 y aquello acabó con sudafricanos y neozelandeses abrazados y con el jugador neozelandés Sam Whitelock, con la medalla de plata colgada del cuello, esa que tanto duele en el fútbol, presentando a sus hijas a un jugador sudafricano, Damian de Allende, este con su medalla de ganador, acompañado de su hijo.
Conclusión: sí, seguramente el fútbol no es como es, sino como lo hacemos ser.
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