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Supersónico, Vingegaard noquea a Pogacar y pone el Tour de Francia a sus pies

En poco más de media hora, en solo 22 kilómetros, el danés obtiene unas diferencias que recuerdan a los tiempos de Indurain y destroza la resistencia de Pogacar, al que aventaja ya 1m 48s en la general

Carlos Arribas
Saint Gervais -
Jonas Vingegaard tras pasar por la meta de Combloux, este martes.
Jonas Vingegaard tras pasar por la meta de Combloux, este martes.CHRISTOPHE PETIT TESSON (EFE)

Un hotel a lo Wes Anderson en la plaza principal; una capillita de luz a lo Chagall, Léger, Braque, Matisse a 1.000m, en una colinita. Passy y Combloux, cita de la alta burguesía en las entreguerras, balnearios y esquís, cita del duelo del Tour, no menos arte, no menos luz, no menos exquisitamente kitsch, que por un día se regula de uno en uno, en contrarreloj, que por un día, finalmente, después de tantas etapas hermosas disputadas a los puntos, acaba con uno de los dos contendientes noqueado, KO.

Es Tadej Pogacar el que besa la lona, el que sufre en la colina Hinault (Domancy en los mapas de carreteras y en el Waze) el mismo tratamiento doloroso que él le infligió a Primoz Roglic en la Planche des Belles Filles 2020 para ganar su primer Tour de Francia; él mismo que sufrió hace un año en el Granon de manos de un Vingegaard que en apenas 22 kilómetros con dos montañitas, un descenso y un llanito, recorridos a más de 41 por hora, en un esfuerzo sostenido y maravilloso, con efectos supersónicos, de poco más de 32 minutos, logra sobre Pogacar 1m 38s de ventaja, logra sobre todos los demás, y a todos los habría doblado si hubiera salido dos minutos detrás de cada uno, diferencias que no se veían en las contrarrejoles del Tour desde los mastodónticos tiempos de Miguel Indurain, distancias de 70 kilómetros, más de una hora pedaleando.

“No sé cómo he podido conseguir esa diferencia en solo 22 kilómetros después de un Tour tan igualado”, dice Vingegaard, quien se siente tan sorprendido como todos, como si un prodigio inexplicable acabara de sucederle, pues, en medio del camino habitual del sufrimiento al orgasmo de todos los winners, un poltergeist hubiera jugado con sus sensaciones y su potenciómetro. Él levantó el pie un poco en la zona llana, pero la velocidad no descendía y su potenciómetro, que debía marcar 360 vatios, los previstos en su pacing para poder llevar al 110% en la colina Hinault, seguía subiendo, y llegó a pensar que se había roto el instrumento. “Fue una sensación muy extraña”, dice el danés, de 26 años, que camina seguro hacia su segundo Tour después de su primera victoria en una contrarreloj en la grande boucle. “He pasado un día formidable sobre la bici. Desde la primera pedalada las sensaciones fueron únicas. Y nadie me daba referencias desde el coche [solo le gritaron, motivacionalmente, Jonas, muestra al mundo quién es el más grande], pero cuando vi al final, delante de mí, el coche que seguía a Pogacar supe que había hecho un tiempo extraordinario”.

El esloveno, que no se rindió el año pasado tras el Granon, no se rendirá este, prometió, aunque, dijo, “este año es más complicado”. “Yo lo he dado todo, pero no he tenido un buen día, no he llegado donde podía llegar”, dice el esloveno, que cambió de bicicleta para la subida final cuando ya la contrarreloj estaba decidida. “Y, no, el cambio de bicicleta [14s cronometrados para ahorrar dos kilos de peso en 5,6 kilómetros en subida] no tuvo nada que ver en mi mal tiempo”.

La contrarreloj es lugar de cita de colegas que se alcanzan y se charlan. se agrupan unos segundos y se lanzan una broma, y pedalean para acabar, y el ritmo es un compromiso: ni muy rápido para no ahogarse en sudor, ni muy lento para no cocerse del todo al sol cuyo ardor, el Mont Blanc, tan encima, parece multiplicar. Los que no charlan, calculan. Comparan los datos de su ordenador, vatios, pulsaciones, con el dolor de piernas, con las curvas a nivel y la elevación del terreno, con los tiempos de referencia de compañeros, Castroviejo, Van Aert, Yates, cuyos pasos calcan y mejoran. El compromiso que buscan huye del confort. Solo busca eficacia. Límites que nunca alcanzan: cuanto más se acercan, más lejos se van.

3, 2, 1, cuenta atrás retirando dedos de su mano que parece una pistola, el comisario de la salida en la rampa de la contrarreloj instalada en la Gran Calle Salvador Allende, casi 50 años ya de una noche oscura… 3, 2, 1, the final countdown, canta, más triste que contento pese a las apariencias, Tadej Pogacar, una calentura en un labio, una falsa alegría calentando en el rodillo coreado por sus fans. Antes de la primera pedalada, siente que el Tour, tan intenso, ha pasado volando y, un año más, se le escapa entre los dedos, y solo le quedarán la subida de la Loze, y los boscosos Vosgos, para superar al insuperable Jonas Vingegaard.

3, 2, 1, le canta cantarín el juez a Carlos Rodríguez, y su dedo es la batuta de director que dirige la interpretación de los 22 kilómetros de contrarreloj al ciclista de Almuñécar con su Pinarello esbelta y finísimo el carbono de su cuadro que corta el viento y suena afinadísima, sus ruedas un susurro. Es una joya de la tecnología, y el impulso revolucionario del corredor tan joven, tan respetuoso y tan irreverente con las momias, su necesidad de romper, la convierte idealmente en el Stradivarius con que el violinista polaco Pawel Kochanski les interpretó la Internacional a un grupo de revolucionarios soviéticos. Con su música insurgente, Kochanski, amigo de Rubinstein, salvó la vida y salvó el instrumento, tal como Rodríguez, tan concentrado, tan serio, tan capaz de aislarse de todo el ruido y jaleo que le rodea en el Tour, parece que salva los 19s de ventaja sobre Adam Yates por el tercer puesto, con el estruendo de sus notas que a todos ponen en pie y sacan del sopor de la siesta sudorosa los sucesos de la contrarreloj tan tediosos hasta entonces. Heraldo de grandes maravillas, el ciclista de Almuñécar, contagiado con su propio entusiasmo, va más allá de sus fuerzas, quiere pasar sus límites. En la primera parte de la colina de Hinault, la más dura, hasta parece que derrotará al inglés, que tiene a 7s; en la última, desmedido, sus fuerzas se agotan. El arco del violín tiembla sobre las cuerdas. La melodía se alarga, y el combate contra una cuesta que nunca acaba. Logra, al menos, que no le doble Pogacar; logra también que Yates siga ahí cerquita, a solo 5s en la general. La revolución triunfará, quién lo duda.

En las cabezas de los aficionados resuena la voz clara y oscura de Jim Morrison, This is the End, e imaginan a Vingegaard tarareándola junto a su rival amigo, a su único amigo, a su hermoso amigo, y tantos planes tenían. Los dos, el noqueador y el noqueado, educada, tan deportivamente como la mano que acude Pogacar a ofrecer a su rival, ya desnudo en el rodillo, afirman, sin embargo, que el Tour no ha acabado. “Queda mucho hasta París”, dice Vingegaard. El Tour se había resumido en esfuerzos muy cortos, en brotes de esprint, aceleraciones de tres kilómetros. En la contrarreloj, el primer esfuerzo sostenido de media hora ha decidido la contienda.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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