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El himno a la esperanza de Primoz Roglic en el Giro de Italia

El ciclista esloveno del Jumbo, coronado en Roma a los 33 años como ganador de la ‘corsa’ rosa tras una última etapa ganada al sprint por Mark Cavendish

Carlos Arribas
Primoz Roglic Giro de Italia
Roglic, de rosa, en el podio del Giro.Iraia Calvo

Calor y humedad del Tíber. El final del Giro imita los finales en julio del Tour, y un sprint sobre los sampietrini, las desiguales piedras que pavimentan las calles de la capital, que regala a Mark Cavendish, del Astana, lanzado por Fernando Gaviria, del Movistar, y por su amigo Geraint Thomas, del Ineos, su primera victoria en esta edición, la 17ª de su vida en la corsa rosa, y se conmueve el chaval de la Isla de Man, de 38 años, y dice, “llevo el Giro e Italia en el corazón, y ganar la última etapa que disputo emociona”. Y, después, la coronación de Primoz Roglic en rosa en Roma, junto al Coliseo, la arena de los gladiadores como él, sobre su bici rosa, por Sergio Mattarella, presidente de la República. En el podio le acompañan Thomas, de 37 años, segundo, a 14s, y el portugués João Almeida, de 24, tercero, a 1m 15s.

36 horas antes. No hay ni una luz en las calles de Kranjska Gora, ciudad ciega a medianoche el viernes, pero el parking inmenso que comparten el Ramada y el Kompas, los hoteles en los que duermen la víspera de la cronoescalada que decidirá el Giro Thomas, aún de rosa, y Roglic, deslumbra como un plató de cine iluminado con la energía de generadores eléctricos. Camiones y autobuses aparcados. Coches-cocina-comedor. Furgonetas. Mecánicos, masajistas, nutricionistas, entrenadores del Jumbo y del Ineos trabajan. Lo harán hasta las tantas, hasta casi la luz del alba, que allí, un valle a 800 metros de altitud rodeado de montañas, puros Alpes, llega pronto, a las cinco. Recién descendidos de las Tres Cimas de Lavaredo, tres horas de carretera y tormentas que asustan y el agua oculta la carretera, tienen que preparar cuatro bicis por corredor, un plan para cada uno, comida, masaje, cabeza.

Alrededor del camión del Jumbo, unas docenas de aficionados contemplan el trabajo, lo graban con sus teléfonos, comprueban ruedas y desarrollos, de quienes preparan las máquinas de su Roglic, que intenta dormir unos metros más allá, en el Kompas, el mismo hotel en el que cuando era juvenil, y saltador de esquí, se concentraba con la selección eslovena, a orillas del Sava recién nacido, el río que separa los Balcanes de Centro Europa, el corazón del imperio austrohúngaro. A tiro, de piedra, el trampolín de Planica, el lugar en el que comenzó a ser ciclista, en 2007, un chaval de 18 años que nunca había montado en bicicleta. El lugar del que 16 años más tarde, una mañana de sábado de mayo recién amanecida, partió, una noche de nostalgia en su cabeza, hacia Tarvisio, 20 minutos en coche, el lugar en el que tan simbólicamente el destino había decidido que, ganando el Giro en su segundo intento, cerraría un círculo vital, y abriría otro en una suerte de renacimiento.

Al comienzo fue un accidente. Imágenes un millón de veces repetidas. Planica. Roglic, ojos bien abiertos, desafiantes, despreocupados, y la nariz siempre afilada, se lanza por el trampolín de saltos de 90 metros. Comienza a volar, ligero, casi alado, en el aire ligero, pero a mitad de vuelo se desequilibra, los esquís ya no forman el plano que le sustenta, cae en picado como un ave con el ala herida. Aterriza sobre la ladera de hielo duro, un guiñapo que gira y gira hasta el pie de la montaña, donde se detiene. “Fue emocionante dormir en Kranjska Gora, donde, tan cerca de ese trampolín, había vivido mucho tiempo. Fue como volver a casa el día más importante del año”, dice Roglic, ya vestido de rosa, poco después de ganar el Giro adelantando a Thomas en el salvaje Monte Lussari. Como bien recordarán Purito y Nairo, que comenzaron de rosa la última contrarreloj de un Giro y terminaron segundos por un suspiro, 16s y 31s, respectivamente, detrás de Hesjedal y Dumoulin, en las tres últimas contrarrelojes del Giro se ha producido el sorpasso.

A las 8.15 de la mañana, el sábado, varios aficionados se hacen un selfi con Roglic, que sube al coche de su equipo para dirigirse a reconocer la subida final. “Ser una persona a la que la gente apoya sea cual sea el resultado, es formidable, un orgullo”, dice. Sale de su casa con la gente de su casa. Media hora después, en el mismo parking, Thomas, bigotito recortadito, aerodinámicamente, como el de Roglic hasta el nivel de un bozo, intenta subir, anónimo, un trabajador más, a una furgoneta del Ineos con tres tápers y dos cubiertos de plástico en las manos. Los cubiertos se le caen al suelo. Parsimoniosamente, sin perder la calma, deja los tápers sobre el asiento y se vuelve para recoger cuchara y tenedor. Con ellos en la mano, sube la escalerilla del camión comedor y regresa unos segundos después, sin acelerar ni un momento el paso, con una cuchara metálica. La misma calma de todo el Giro. La misma calma con la que cambia de bici y con la que acumula sal blanca, hija de su sudor que se seca, en el culotte y en la maglia rosa, abierta hasta el ombligo, y qué blanco su pecho, en la subida en la que perderá, tranquilo, el Giro.

“Cuando tuve el accidente era demasiado joven y no tenía ningún miedo al”, dice Roglic, años después en un documental de Eurosport. “A esa edad pensaba, claro, que podía hacer lo que quisiera, volar 200 metros, lo que fuera. No veía límites. Solo después aprendes que siempre hay límites, y que es necesario respetarlos, que al no creer en ellos es cuando te equivocas, y caes”.

Se rompió la nariz y sufrió una conmoción cerebral grave de la que se recuperó, pero, aunque volvió a entrenarse con la misma intensidad, más aún, más aún, durante tres años, y aparentemente, eso decían los exámenes médicos, se había curado física y mentalmente, nunca volvió a saltar igual que antes, cuando llegó a ser campeón del mundo juvenil por equipos en la misma Planica. Esquiadores menos dotados saltaban más que él. “Llegó un momento en el que me di cuenta de que ya había tenido demasiado. Perdí la motivación”, dice el esloveno. “Tenía ya 21 años y sabía que nunca sería campeón olímpico saltando. Decidía dejarlo. Había llegado el momento de cambiar, de dejar de mí una vida que me había enseñado un montón. Llegó el momento de hacer algo diferente”.

A los 21 años, Roglic cambia de oficio. Se hace ciclista. El destino tira de él, y su sudor, su deseo, su perseverancia, la esperanza. “Se trata de luchar siempre”, dice. Ya tiene 33 años. El ciclista con la carrera más rara --al comenzar ni sabía andar en pelotón ni soltarse de manos para coger la bolsa de avituallamiento y ni comía en las carreras, y, aun así, a los 27 años logró convencer a los del Jumbo para que le ficharan, y, bíblicamente, en el conjunto neerlandés, creció y se multiplicó—junto a este Giro, en un 2023 en el que ha ganado todo lo que ha corrido, ya tiene en su casa, donde vive con su esposa, Lora, y dos hijos pequeños, los trofeos de tres Vueltas, una Lieja, un oro olímpico, dos Tirrenos, dos Romandías, una Dauphiné, una París-Niza, una Volta, dos Itzulias… Un palmarés que pocos en la historia igualan. Ha llegado a lo más alto en los tiempos justamente del gran cambio del ciclismo, la llegada, la toma del poder por parte de los jóvenes airados de la generación Z, Pogacar, Van der Poel, Van Aert, Evenepoel, Vingegaard, y entre ellos no solo sobrevive, se siente uno de ellos pese a la diferencia de edad, y encuentra su hueco.

Desde el Monte Lussari, a 1.700 metros sobre Tarvisio, se ve Planica y también, metafóricamente, la Planche des Belles Filles, el lugar en el que el Tour le dijo claramente que no le amaba mediante otro golpe. Esta vez, no físico, moral. Sale favorito para ganar el Tour, de amarillo, en la cronoescalada, y lo pierde ante Pogacar. Dos caídas en los dos Tours siguientes le niegan en la grande boucle el derecho a redimirse, a demostrar, como él dice, la lección que había aprendido de aquella derrota amarga. En el Giro que gana, también se cae dos veces y también teme no acabar, el destino jugando al escondite again. Pero al final, su Giro de paciencia, de esperar solo a la 20ª etapa y a su monte, la lección que aprendió del Tour perdido, tiene éxito. Liberado, llora cuando abraza a todos sus compañeros, que se emocionan.

“Siempre hay que luchar contra los obstáculos”, resume Roglic. “Nunca hay que perder la esperanza”.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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