Alcaraz fuera de plano
Hay un momento maravilloso en volver a coger la raqueta que consiste en escuchar la bola, hacerla sonar y saber que ese sonido constante empieza a afinarse tanto como tus piernas y tu cabeza
El 7 de julio de 2006 ocurrió algo normal en Wimbledon: Roger Federer ganó su semifinal contra Jonas Bjorkman. “Federer aplasta a Bjorkman”, tituló Manel Serras en EL PAÍS. Dentro, en la crónica, se sucedían adjetivos que daban cuenta rutinaria de lo que había hecho el suizo: “apisonadora”, “intratable”. En esa pista central, además de los periodistas, tomaba notas un escritor de aspecto llamativo que dos años después puso fin a dos décadas de depresión ahorcándose en su casa de Claremont, California. David Foster Wallace, militante antaño de la religión de Pete Sampras, llevaba tiempo tratando de descifrar a un dios superior, Roger Federer. Foster Wallace consideraba tres explicaciones sobre el ascenso de Federer, y una de ellas tenía que ver con el misterio y la metafísica. “Es uno de esos escasos atletas sobrenaturales que parecen estar exentos, por lo menos en parte, de ciertas leyes de la física (…) Nunca verás que le falte tiempo ni equilibrio. La pelota que se acerca a él se queda suspendida en el aire una fracción de segundo más de lo que debería. Sus movimientos son más ágiles que atléticos. Parece al mismo tiempo menos y más sólido que los hombres a los que se enfrenta”.
Ese 7 de julio, Foster Wallace, cubriendo Wimbledon (sus escritos saldrían publicados en español en el volumen El tenis como experiencia religiosa, Literatura Random House), asistió a un partido sin mucho eco que pasó sin pena ni gloria por los medios debido a la paliza (6-2, 6-0 y 6-0) y la diferencia abrumadora del número 1 sobre Bjorkman. Pero lo que había ocurrido sobre la pista fue algo impresionante: Federer levitó por momentos jugando un tenis tan perfecto que Bjorkman no pudo ni coger aire y el resultado fue tan abultado que nadie prestó atención a semejante paliza en unas semifinales de Wimbledon. Sí lo hizo Bjorkman, que declaró tras el partido estar satisfecho de haber tenido el mejor asiento de la pista para ver cómo Federer “jugaba lo más cerca de la perfección que se puede jugar al tenis”. También le preguntó Bjorkman a Federer cómo de grande le había parecido a él la pequeña pelota de tenis esa tarde. “Como una pelota de baloncesto o una bola de bolera”, bromeó rápido el suizo, asumiendo que había jugado mejor de lo que se esperaba de él, lo cual era un disparate.
He recordado esta historia porque en la semifinal de Río (a estas horas en las que escribo Alcaraz juega la final), Carlos Alcaraz gana un punto de locos tras una carrera en la que se escapa literalmente de la cámara; la cámara no le sigue, el golpe no pudo ser televisado en directo. Alcaraz logra un passing del cual solo vemos la bola ejecutada en un paralelo. El tenista español, número 2 del mundo, ha vuelto a la pista tras cuatro meses de lesión. Hay un momento maravilloso en volver a coger la raqueta que consiste en escuchar la bola, hacerla sonar, saber que ese sonido constante empieza a afinarse tanto como tus piernas y tu cabeza, y después de 20 ó 30 ó 40 pelotas de intercambio ya vuelves a sentir todo lo que sentías antes de la lesión: sentir la bola, la raqueta como extensión natural de tu brazo y, en la élite, directamente la bola como extensión del brazo. Alcaraz, un tenista supersónico, ha vuelto de esos cuatro meses subido a la ola sin necesidad de remar en la orilla. Le falta mucho, es probable que no llegue nunca a ser uno de esos atletas sobrenaturales de los que hablaba Foster Wallace (Jordan, Ali, Maradona, Federer) y desafiar las leyes de la física. Pero de momento, con 19 años, y tras estar de baja cuatro meses, ya se sale de plano.
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