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Pelé
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Rey del deporte rey

¿Destacaría tanto jugando en Europa como lo hacía en Sudamérica? La duda me ofendía, los genios trascienden geografías y épocas

Pelé, durante un encuentro con el Santos. Foto: KEYSTONE PICTURES USA / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO (KEYSTONE PICTURES USA / ZUMA PRE) | Vídeo: EPV

Creo que Di Stéfano fue un revolucionario del fútbol, le rindo culto a Johan Cruyff, soy generacional, devota y agradecidamente maradoniano y no permito que nadie diga, en mi presencia, que Messi es inferior a nadie. Pero en una mesa baja de mi despacho tengo un solo libro: un compendio de las Copas del Mundo editado en 1998 por L´Equipe. Un libro muy grande que está ahí desde hace más de 20 años. Y está ahí porque en la portada hay una maravillosa foto de Pelé sin balón de por medio, que expresa la luz, la alegría, la belleza y la pasión del fútbol. Porque Pelé fue para mí, antes que un jugador, una inspiración. Hasta la palabra Pelé la tengo incorporada a mi vocabulario como algo que totaliza al fútbol, como la palabra pelota o la palabra gol.

En mi primera infancia llegó a mis manos un tebeo de figuras ilustres dedicado a Pelé y lo leí hasta descuadernar la revista. ¿Cómo no quedar fascinado? Se trataba de un chico humilde que con 15 años debutó en el Santos y tardó muy poco en convertir a Brasil en campeón del mundo, al Santos en el Santos de Pelé y a sí mismo en rey por elección popular. Rey del fútbol. Rey del deporte rey. Primero lo vi jugar en mi cabeza, desde fotos que veía en diarios y revistas que activaban mi imaginación. En la revista El Gráfico, biblia deportiva de la época, veía ese cuerpo como si se tratara de una postal de fútbol y las cosas que se decían de él parecían mágicas. Hablo de un tiempo en que las palabras aún sostenían leyendas. No tuve la oportunidad de ver jugar a Pelé en directo y además debí esperar mucho tiempo para disfrutarlo gracias a la televisión.

Escondido de mí, Pelé seguía levantando Copas y todas las semanas viajaba para jugar amistosos que lo exhibían como un héroe en el mundo entero. Además de su carisma había el punto de misterio propio de la época que ayudaba a su idealización. En Europa lo veían solo de vez en cuando y esos pasos fugaces dejaban certezas sobre su colosal talento, pero también preguntas difíciles de contestar. La más común: ¿destacaría tanto jugando en Europa como lo hacía en Sudamérica? La duda me ofendía. Si a estas alturas la respuesta sirve para algo, aquí va la mía: por supuesto que sí. Los genios trascienden geografías y épocas.

Cuando llegó el Mundial del 70, Pelé tenía 30 años, yo tenía 14 y mi madre accedió a comprar un televisor. Sería la primera vez que podría ver jugar a futbolistas profesionales. Un emocionante acontecimiento que nunca olvidaré. Sobre todo, porque el televisor entró a la cocina de mi casa con Pelé dentro. Todo lo que vi en aquel Mundial no defraudó la idealización del fútbol que habían provocado las voces radiofónicas y los artículos periodísticos. Pero cada partido de Brasil era una soberbia obra coral, en donde Pelé se encargaba de lo distinto. Como si en medio del partido, activado por un balón, apareciera en escena un mago que asombraba con un maravilloso instinto animal que nadie más tenía.

A pesar de mi argentinidad, lloré de alegría viendo cómo Brasil levantaba la Copa y cómo Pelé era paseado a hombros en lo que era su consagración definitiva. Muchos años después me encontré con la crónica de aquella final firmada por el periodista y escritor Armando Nogueira, que empieza de esta forma maravillosa: “Y las palabras, yo que vivo de ellas, ¿dónde están?” Me recuerdo solo en aquella cocina y aunque ya apuntaba maneras como agnóstico, sentía que Dios quería decirme algo cada vez que Pelé tocaba la pelota. Un chico de 14 años tampoco tenía palabras para definir la emoción que sentía, pero mirados esos momentos desde aquí, tengo pocas dudas de que aquellos días conformaron mi gusto por un fútbol elegante, astuto y valiente. Fue aquel Brasil, y sobre todo Pelé, los que me hicieron creer que el fútbol podía ser, entre otras muchas cosas, una obra de arte. Con el tiempo encontré muchas más veces otras cosas, que obras de arte, pero mi sensibilidad ya estaba marcada para siempre.

En aquel Brasil todos jugaban de maravilla, pero Pelé no necesitaba esforzarse para ser diferente. Inventaba soluciones espontáneas para todos los problemas, lo que era una experiencia estética siempre diferente. Hablamos de un atleta de zancada armoniosa, tanto que era bello verlo correr. Muy fuerte muscularmente, virtud útil para el freno, el arranque, el salto, todos productos de primera necesidad para hacer desequilibrante su fútbol. También de coraje andaba bien. Aquellos que lo marcaron coincidían en que, al comienzo de los partidos, Pelé les hacía una advertencia: “Si me pegan, pego”. Y en aquellos tiempos se pegaba lo que las nuevas generaciones no se imaginan. Como advertía, Pelé respondía con sentido de la proporción.

Y ahora sí, señoras y señores, llega su majestad la pelota a los pies de Pelé. Aquí no había puntos débiles. Conducía, regateaba, pasaba y tiraba con las dos piernas; su mirada periférica pasaba de cercana y mediana hasta larga distancia para habilitar a compañeros con precisión y un veneno que le abría un panorama nuevo a la jugada. La cabeza, siempre levantada, era parte imprescindible de la gracia de su figura. En el área tenía un repertorio inagotable que queda expresado en los 767 goles oficiales y los muchos más de mil, si contamos los amistosos.

Su repertorio futbolístico era amplísimo. Aquí va una pequeña muestra. Es sabido que cuando pisaba el área y no había asociación posible con un compañero, tiraba paredes con los rivales. Tan simple como utilizar las piernas de los contrarios como una pared de verdad, se las tiraba fuerte y antes de que pudieran reaccionar, Pelé ya se había apoderado del rebote. El siguiente paso se llamaba gol. César Luis Menotti, que fue su compañero en el Santos, cuenta que saltaba para cabecear y, en el aire, hacía un doble salto, la paraba con el pecho y luego tiraba. Los porteros se avivaron y, cuando la paraba con el pecho, salían para llegar antes de que la pelota bajara a los pies. Pero atención: cuando el portero estaba a mitad de camino, Pelé metía la cabeza como las tortugas y cabeceaba por encima de la salida. Otra vez gol. Por esas cosas Menotti, cuya inteligencia llegó hasta la médula del fútbol argentino y amó a Di Stéfano y Maradona, como ama a Messi, asegura a quien lo quiera escuchar que “como Pelé, ninguno”.

Yo nunca supe comparar épocas y creo que no viene al caso ni en este ni en ningún momento. No fue el único que, dentro de una cancha, me sedujo hasta sucumbir a su encanto, pero fue el primero. Amo lo que Pelé me dio y es suficiente para decirle gracias para siempre.

Cuando el fútbol había quedado atrás para los dos, coincidí con Pelé en distintos ámbitos y en varias ocasiones. Siempre que lo encontraba, su sola presencia me hacía sonreír, como si despertara los sueños del niño que fui. Es por eso que pienso que hoy ocurrió algo muy serio: murió Pelé. En la despedida se lleva una parte de mi infancia, pero me deja, nada menos, que el amor al fútbol.

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