Pelé, el fútbol mundial en cuatro letras
Todo en Pelé era mágico, lo que hacía le entronizaba, lo que se suponía que hacía le divinizaba
Solo hay una manera de referirse al Rey del fútbol mundial con cuatro letras: Pelé. Mucho más que una leyenda. Mucho más trascendente que el debate infinito y vano sobre la jerarquía en el olimpo, el orden de Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Maradona y Messi, los que más consenso producen cuando se trata de clasificar a los mitos más mitificados. Cada cual tuvo lo suyo, Pelé tuvo de todo. En él hubo una coincidencia mágica. Di Stéfano acabó su carrera en 1966, justo cuando la televisión dejaba de ser un lujo. Desde 1958 se habían retransmitido las finales mundialistas, pero solo algunos privilegiados podían ver la leyenda oral que ya circulaba sobre Pelé, el hijo de Dondinho, modesto exjugador retirado por una lesión a los 24 años al que su vástago reverenciaba —decía el genio, con absoluta devoción, que su papá llegó a meter cinco goles de cabeza en un partido—.
El niño Pelé era un prodigio desde que Walter Brito, internacional brasileño en el Mundial de 1934, quedara fascinado al verle jugar en el Bauru Atletic Club, el equipo de un municipio del Estado de São Paulo al que se había trasladado la familia por la carrera futbolística de Dondinho. Con el ojo clínico de Walter Brito, Pelé acaba por debutar con el Santos con 16 años, con 17 se estrena con la Canarinha con un gol al solemne portero argentino Amadeo Carrizo y antes de los 18 ya era campeón del mundo tras su peripecia adolescente en Suecia. El relato del portento brasileño se escuchaba o leía, pero más allá de en Brasil y de los afortunados que le siguieron en directo en alguna de las giras universales del Santos o en los Mundiales de Suecia y Chile (1962), Pelé solo era una fábula para el gran público. Cómo dar por real aquella gesta que contaban boquiabiertos sus compañeros y rivales tras un duelo con el Juventus de Brasil. Era 1959, y ya era un fenómeno nacional la delantera del Santos, el Ballet Blanco: Dorval, Mengalvio, Coutinho, Pelé y Pepe. Según los testigos, aquella jornada contra el Barau, O Rei tiró cuatro sombreros, el último al portero rival, y marcó de cabeza a puerta vacía. El gol nunca se filmó. Muy acorde con Pelé, autor de los mejores goles no goles del archivo del tesoro del fútbol. El cabezazo que hizo sublime la parada del inglés Gordon Banks, la parábola al meta checo Ivo Viktor, la moña burlona —el cuerpo por un lado, la pelota por otro— ante el uruguayo Ladislao Mazurkiewicz… La gente atónita ante las tabelinhas, las paredes fascinantes que prodigaban O Rei y Coutinho. Todo en Pelé era mágico, lo que hacía le entronizaba, lo que se suponía que hacía le divinizaba. Un futbolista astuto, de chistera, con un físico privilegiado, que intimaba como pocos con el gol. El primer gran Houdini que trascendía de tal manera.
Pelé llegó al Mundial de Suecia como suplente. Su puesto correspondía a José Altafani, un italo-brasileño que dejó una gran huella en el calcio (Nápoles, Milan, Juventus, Torino), donde era apodado Mazzola porque evocaba al gran Valentino Mazzola, estrella del trágico Torino que se estrelló en Superga en 1949. Al tercer partido de la cita escandinava ya desfiló Pelé como titular y marcó en los tres que quedaban, contra Gales, Francia y Suecia. En total, seis goles en cuatro partidos. Sus lágrimas tras ganar la final a la selección anfitriona, con un doblete suyo, simbolizaban a un niño extasiado en una cima mundial. Y qué niño. El primero de los dos goles que selló en la final fue antológico. Recibió un centro de Zagallo —que sería su seleccionador en el Mundial de México de 1970, la obra cumbre de Brasil, la apoteosis del mejor equipo de la historia—, tiró dos sombreros, el primero con un do de pecho y embocó. Glorioso.
La carrera del astro brasileño se limitó al Santos y a Brasil. Nunca embarcó a Europa, lo que desde algunos sectores siempre se le reprochó. Con el Santos ganó 45 títulos. Y tanto le exprimió el Peixe, como se apoda al equipo paulista, de gira en gira, que su cuerpo se resentía cada vez con más frecuencia. En Chile 62, un problema en la ingle le impide jugar más de dos partidos, en los que anota un gol. En Inglaterra 66, la masacre portuguesa, con Morais como matarife principal, dejó a Pelé casi sin torneo (dos partidos, un gol) y a Brasil en la cuneta en la primera fase. Todo un impacto, el doble campeón al exilio en un periquete. La resurrección de Pelé y Brasil sería extraordinaria. Se estaba gestando la mejor selección de la historia. Destino: México 70.
José Saldanha era todo un personaje. Futbolista del Botafogo, pasó por el periodismo deportivo, fue seleccionador y miembro del Partido Comunista. Su llegada al frente de la Canarinha tuvo su miga. Hay quien siempre sospechó que el presidente de la federación brasileña —y luego de la FIFA—, João Havelange, le dio el cargo con la previsión de que la crítica fuera benévola por tratarse de uno de los del gremio. Saldanha era un tipo peculiar, hasta llegó a amenazar revólver en mano. La dictadura le quería imponer jugadores, a lo que el comunista seleccionador se negaba. Era tan difícil retorcerle el brazo que llevó a Pele al cuarto oscuro de la suplencia en un amistoso con Bulgaria, un suceso colosal en todo Brasil. Saldanha sostenía que O Rei veía mal… Que era complicado encajar a quien ya se acercaba a los 30 años y tenía el cuerpo molido a palos en un equipo con Jairzinho, Gerson, Tostão y Rivelino.
El escándalo fue tal que a pocos meses del Mundial de 1970, Saldanha fue relevado por Mario Zagallo, excompañero internacional de Pelé. Zagallo reunió a los pretorianos de la plantilla en el hotel Das Palmeiras de Río, definieron el papel de cada cual y surgió la totémica delantera de los Cinco Dieces, porque todos, los cuatro mencionados más Pelé, eran dieces en sus equipos, si bien Jairzinho —que marcaría en todos los partidos en suelo mexicano, registro único en la historia de los Mundiales— lo había sido antes de la mudanza como extremo. Brasil arrasó y fascinó por igual en el torneo mexicano, en el que Pelé, que había insinuado cuatro años a antes que no volvería a la selección, levantó su tercera Copa tras marcar cuatro goles en seis partidos, uno de ellos en la final contra Italia. Por entonces, con la tele ya como un electrodoméstico común, ya nadie dudaba de que el trono del fútbol mundial tenía un único Rei. Aquel que permitía concretar a un futbolista único en cuatro letras: Pelé.
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