Mbappé, el fútbol y el pop
Malhumorado, desencajado y lejos de su mejor nivel, parece que el francés no ha encontrado mejor manera de llamar la atención que filtrar a la prensa su malestar
Todos hemos sido niños alguna vez, incluso niños de 23 años, como Kylian Mbappé. A esa tierna edad, y envalentonado por una serie de fracasos vitales encadenados, recuerdo haberme embarcado en un negocio de cierta envergadura, un salto al vacío de los que te dejan muchas cicatrices y bastante cara de tonto. Cuando uno solo se escucha a sí mismo y a las personas equivocadas, acaba por hacer cosas como meter el hocico en el mercado de los armarios empotrados, un estanque donde acechan centenares de tiburones dispuestos a despellejarte mucho antes de poner un pie en el agua. Como no podía ser de otra manera, la cosa terminó de la peor forma posible: cierre fulminante, una abultadísima deuda a cuestas y varias cajas de perchas con el logo de la empresa apiladas en el garaje de mis padres.
Querer comerse el mundo es tan lícito como querer comer caliente y a Mbappé se le duplicaron ambos apetitos desde muy joven, cuando todavía no tenía edad para conducir los coches que sus primeros sueldos ya podían comprar. Talentos como el suyo aparecen muy de vez en cuando, salpicados a lo largo de la historia como si el dios del fútbol —yo era ateo, pero ahora creo— tuviese un plan maestro para que cada generación disfrute de su propio profeta, aunque los avances propios de la vida moderna estén provocando un cierto atasco: todavía no se han ido Messi o Cristiano Ronaldo y debe de ser por eso que a Mbappé se le acumulan las urgencias, empeñado en portar la corona por contrato. El último, firmado entre barriles de petróleo y el estupor del madridismo, le convirtió en el futbolista mejor pagado de la historia y la piedra angular de un proyecto que perdió parte de su contenido en cuanto saltó del papel al césped.
Las filtraciones interesadas que su entorno ha trasladado a la prensa de medio mundo aluden a falta de palabra del club parisino: le prometieron ser la estrella indiscutible del equipo y resulta que ahí siguen Messi y Neymar Jr. empeñados en joderle la vida, que es una frase muy de reality show y, por tanto, ajustada a derecho en un caso como este. Malhumorado, desencajado y lejos de su mejor nivel, parece que el francés no ha encontrado mejor manera de llamar la atención del respetable que filtrar a la prensa su malestar, esgrimir la baza del traspaso por vía urgente y exigir su corona en otra ciudad, quizás porque sigue confundiendo el cetro del fútbol mundial con un sonajero.
En Madrid, sus movimientos se siguen con una mezcla de interés y ansiedad. A nadie se le escapan las posibilidades deportivas que ofrece su fichaje, pero cada vez asustan más las complicaciones evidentes de convivir con un tirano al que tanto parece molestar el principio de competencia, primer mandamiento de la biblia blanca. Nada hubo de casual en que, a las pocas horas de confirmarse su renovación por el club parisino, desde las altas esferas de Concha Espina se intentaran apaciguar los ánimos de una hinchada que se sintió traicionada y vilipendiada: al chico lo había presionado hasta Macron y, como cantaba Modestia Aparte, “qué más da, si son cosas de la edad”. Esa necesidad de no quemar todos los puentes la detectó rápidamente un Florentino Pérez que no ha llegado a donde está cerrándose puertas y levantando muros, aunque alguno habrá levantado, digo yo, sobre todo de carga.
Sea como fuere, y pase lo que pase, lo único que parece quedar claro en toda esta historia es la obsesión demostrable del francés por ser niño en el bautizo, novia en la boda y difunto en el entierro, una actitud cada vez más extendida en un mundo que cambió a ET, el Extraterrestre, por Hannah Montana sin hacer demasiadas preguntas: quizás no exista el dios del fútbol, pero sí del pop.
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