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alienación indebida
Columna
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Luis Enrique en la cola

Los resultados saltan a la vista: una España situada entre los cuatro mejores en las tres competiciones oficiales disputadas desde el nombramiento del seleccionador

Rafa Cabeleira
España Mundial Qatar
Luis Enrique, contra Portugal en Braga este martes.HUGO DELGADO (EFE)

Las colas, ya sean de gasolinera o de supermercado, se han convertido en el mejor instrumento demoscópico con el que nos haya dotado la democracia desde que los locutores de radio dejaron de preguntar aquello de “¿estudias o trabajas?”. Cualquier polémica se puede trasladar al tedio de una larga fila, donde abundan el tiempo y las ganas de charlar por razones obvias. A fin de cuentas, no hay nada mejor para amenizar la espera pues uno se aburre pronto de mirar al suelo o contar mentalmente los millones de euros que no tiene.

“¡Menuda suerte tuvimos en Portugal”, dice mi padre sin dirigirse a nadie en concreto. Siempre le ha gustado erigirse en el instigador de este tipo de debates, no sé por qué, y enseguida aparece un señor de su misma edad —calculo— que saca la cabeza de la conga para darle la razón y apostillar que él se alegra por la Selección Española —se le nota en las gafas oscuras—, pero que le cuesta mucho acostumbrarse al liderazgo de un entrenador tan maleducado como Luis Enrique. Y llegados a este punto debo confesar que el caballero en cuestión no se expresa exactamente en estos términos, algo que parecería casi obvio incluso sin haberlo puntualizado, pero a veces vale la pena suavizar ciertos vocablos para evitar que el exabrupto se convierta en parte importante de la discusión.

El asturiano, como antes Clemente o Luis Aragonés, ha puesto de relieve los dos grandes tipos de aficionados que todavía dedican parte importante de su tiempo al devenir de selección. Por un lado tenemos al hincha de corte patriótico, visceral, dispuesto a derramar hasta la última gota de su sangre por España, pero sin descartar una venta barata de la derrota por puro placer de cargarse a un seleccionador que lo irrita, que no le representa: el país exige sacrificios que el propio país entiende. El otro, más espectador que hincha, sin mayores anhelos patrióticos que saberse cubierto en caso de enfermedad o si se muere en el extranjero, puede que con anhelos rupturistas, incluso, termina celebrando los triunfos de España por reafirmar al líder rebelde y cabrear al adversario social, su némesis futbolística: su conejo al otro lado del espejo, que cantaban Los Ilegales. Probablemente haya visto demasiadas películas de Star Wars y leído a David Trueba, pero quién puede reprocharle tales cosas a estas alturas de su vida.

Evidentemente, se trata de una clasificación hecha a grandes rasgos en la que no se tienen en cuenta otras variables muy de moda como el regionalismo (“¿por qué no lleva a Iago Aspas?”), o el nacionalmadridismo, eternamente ofendido porque la selección Española no juegue de blanco y salte al Santiago Bernabéu con el himno de la Décima atronando en cada partido: si algo debe tener claro un seleccionador nacional es que no puede contentar a todo el mundo. Y eso es algo que Luis Enrique aprendió desde muy joven, de ahí que se limite a jugarse los propios bigotes con un grupo de futbolistas que se atengan a cada punto de su particular catecismo.

Los resultados saltan a la vista: un combinado nacional situado entre los cuatro mejores en las tres competiciones oficiales disputadas desde su nombramiento y una discusión sin fin que entretiene cualquier espera melancólica, pero que no ayuda, en absoluto, al correcto funcionamiento de las colas.

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