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Pogacar gana en Peyragudes ante un Vingegaard indestructible en el Tour de Francia

El esloveno se impone al maillot amarillo en la rampa final, se lleva cuatro segundos de bonificación, pero no es capaz de soltar al líder en los Pirineos

Tadej Pogacar vence en Peyragudes ante la mirada del maillot amarillo, Jonas Vingegaard.
Tadej Pogacar vence en Peyragudes ante la mirada del maillot amarillo, Jonas Vingegaard.GUILLAUME HORCAJUELO (EFE)
Carlos Arribas

Jonas Vingegaard, como si se aburriera, se levanta del sillín y estira el cuerpo. Pogacar mira fijamente hacia adelante. La carretera es vertical. McNulty pedalea. Demolition man en acción desde mediada la subida a Val Louron, 20 kilómetros, ya, el amigo americano de Pogacar ha convertido en escombros al pelotón, ciclistas duros, los mejores del mundo, grandes nombres que son moribundos pidiendo piedad, Geraint Thomas, Nairo Quintana, Enric Mas… A su rueda, el de blanco, el de amarillo.

El duelo es un juego de orgullo.

Un puerto seminuevo, ciclismo antiguo. Peyragudes, mitad el viejo Peyresourde, el primer puerto pirenaico que ascendió el Tour, hace ya 112 años, y el pelotón salió a medianoche de Bagnères de Luchon, mitad la subida a una pista de aterrizaje de montaña, 1.580 metros de altura, y un muro que se añadió hace 10 años e inauguró Valverde. Vingegaard, el de amarillo, y cada vez más cerca de París, juega al despiste. Se cuela entre Pogacar, el de blanco, tan joven aún, 23 años, y la rueda que le hipnotiza. El esloveno ni se inmuta. Habla por el pinganillo. Quedan 500 metros. Espera su momento. El muro, el muro. El Koppenberg de Flandes, pero de asfalto liso y sol, en julio, no en abril, y en los Pirineos, donde él le quiere demostrar al danés que llega quién es el mejor como en Flandes lo hizo con Van der Poel, el rey de los lugares. McNulty se consume acelerando más aún. 16% de pendiente. 300 metros. El orgullo lanza a Pogacar. Un muelle. Vingegaard se pega, adherido, su rueda es un imán. Espera su momento. El duelo es un juego de esperas. Faltan 175 metros cuando Vingegaard responde. La señal que esperaba Pogacar, recompensado, dinamita que remonta a falta de 100. Gana la etapa como la ganó, igual igual en la Planche des Belles Filles, hace ya tanto que parece que ocurrió en otro Tour, y Pogacar era intocable, y lo parecía. El duelo.

En la meta, se dan la mano. Chicos guapos. Jóvenes sanos. Deportistas. Pogacar se tiende cuan largo es en el asfalto, se ducha sobre el casco, sus mechones que sobresalen, las aletas del tiburón que se siente, con San Pellegrino, acqua gassata, que le sirve Joseba, su masajista. Vingegaard pedalea en el rodillo, se desengrasa. Habla por teléfono con Trine, su novia, que le recuerda lo que le recuerda todos los días, sobre todo, no leas los periódicos, ¿eh?, y responde lacónico, sin dejar translucir ninguna emoción. El Tour es un juego mental

“¿Orgullo? ¿Mi orgullo? No, no, no el mío, el del equipo”, dice el esloveno, que prefiere buscar la emoción, la fuerza que moviliza a todos. “He ganado por ellos. Y mañana, el gran día, saldremos más motivados que nunca”. La esperanza. Hautacam. Vingegaard, a 2m 18s, cuatro segundos más cerca, la bonificación. “Y estoy seguro de que si hoy, en los Pirineos, hubieran estado Majka, Bennett, Soler... habríamos hecho ceder a Vingegaard”, añade el esloveno, en una muestra de debilidad y llanto inéditos. “Hemos tenido muy mala suerte, pero aun así vamos a seguir dándole”.

En el podio, cuando le revisten de amarillo, sobre la máscara del covid, los ojillos azules del danés brillan más felices que ningún día. “No gané la etapa, me quedé aislado, solo, sin equipo, pero pude seguirle”, dice. “Así que, sí, fue un día duro, pero perfecto para mí”.

El equipo de Pogacar, el UAE, son cuatro, y uno de ellos, Hirschi, está cojo. Por la mañana, en Saint Gaudens, están hundidos. Dos se fueron por covid; Marc Soler, también enfermo, llegó la víspera fuera de control, un calvario voluntario, una penitencia por no haber resistido, y en el Muro de Péguère, su fetiche, Majka, el polaco que más le anima y le divierte, se lesiona porque pedalea tan duro que rompe la cadena de su bici en la pendiente más alta. Quedan cuatro y responden siendo mejor equipo que nunca, agarrando la etapa, convirtiéndola en un tormento para los que esperan compasión. El contrarrelojista danés Mikkel Bjerg, un rodador pesado, acelera en la Hourquette d’Ancizan, el segundo puerto del día, y el pelotón, tan poblado hasta entonces, se queda en 20 poco después. Quedan 50 kilómetros. Un descenso, y Val Louron, donde entra McNulty, escalador de Phoenix, Arizona, donde comienza el viaje hacia Psicosis y su motel de Janet Leigh, que hace el resto. Uno a uno, todos se descuelgan. Quedan tres.

En el Aspin nublado y fresco por un día del verano de horror, donde comienza el paraíso de los escaladores, el Tour es un juego de campeones de antes, sombra de lo que fueron. De Froome, que intenta, escaparse, de Pinot, de Bardet, de quienes no volverán a ser pero se niegan a aceptarlo. Buscan lágrimas como garbanzos en los rostros de la afición. Emoción. Nairo también es de su generación, pero se ve más joven que hace un año, que hace tres. Con más vitalidad. Pelea por un puesto en el podio que, este año, cuando ya tiene 32, sería una victoria, no tendría el gusto amargo de los podios que lograba cuando su sueño amarillo. 20 de julio. Día de Colombia. Más motivado que nunca, el león de Tunja también cede, de los que forman el pelotón de los que hacen del Tour un juego de resistencia. Y por delante, alma de contrarrelojista que calcula los latidos de su corazón para nunca pasarse y secarse, Geraint Thomas, otro que ya ha ganado el Tour, marcha solo.

Todos encuentran aplauso y olvido. El Tour, el mejor Tour de muchos años, es el duelo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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