La lección de vida de Nadal
Cada punto, cada juego, cada ‘set’, cada partido, es una lucha del tenista balear contra el final de su carrera, y vive cada minuto con la máxima intensidad, como si fuera el primero; como si fuera el último
Cuando acabó el primer set de la semifinal entre Nadal y Zverev, me encontré sentado en la punta del sillón, sudando a mares sin que me cayese ni una gota de sudor por el cuerpo, con las piernas agotadas de tanto deslizarme por la tierra de París, y, aunque soy diestro, con el brazo izquierdo en ebullición por el esfuerzo desplegado en esos eternos 91 minutos. Por si acaso, me bebí un litro de agua para no deshidratarme. Es lo que nos sucede cuando nos toca empatizar con un luchador eterno como Nadal. Lo vamos a dar todo desde el sofá porque estamos sufriendo, empujando, corriendo, golpeando y celebrando como él. Somos una extensión de Nadal.
Todos nos hemos preocupado estas semanas por la lesión crónica de Nadal, pero al final el pie que estalló en mil pedazos fue el de Zverev. Esa torsión salvaje a las tres horas de partido nos cortó en seco la adrenalina, que ya estábamos preparando para dosificar en más de cinco horas (a 90 minutos el set, nos habríamos ido a las 7,5 horas). En el guion no figuraba un final tan abrupto. Zverev no se lo merecía.
El partido fue infernal, enorme, inhumano. Las condiciones, con humedad y techo, convirtieron las bolas en balones medicinales. Todos veíamos que Zverev tenía ventaja por sus golpes más planos y porque su cuerpo alargado parecía flotar mejor sobre la arena apelmazada por la humedad. Y también, por su juventud, claro. Por eso empujamos tanto esta vez, porque todo parecía condenar a Nadal, y, sin embargo, con las gotas de sudor fluyendo sobre sus ojos en cada plano corto, peleaba por cada punto como siempre, como si la vida dependiera de esa bola.
La tensión la protagonizan los tenistas, pero, por extensión, la sufrimos nosotros, y especialmente, sus allegados. Cuando llegué a Roland Garros en los ochenta, para cubrir el torneo para EL PAÍS, me senté uno de los primeros días en una grada de una pista lejana junto a Lluís Bruguera, por entonces el mejor entrenador español, y le dije: “¿Puedes decirme qué está pasando en la pista?”. Con él aprendí que la cabeza lo es todo en el tenis. Ayer reviví esos momentos viendo a su hijo Sergi, el entrenador de Zverev, conteniendo sus emociones con un rictus de autocontrol extremo que solo se expresó con un pulgar hacia arriba cuando su pupilo le miró con ojos desorbitados después de haber jugado como los dioses y aun así perder el primer set cuando iba 6-2 en el desempate.
La cabeza lo es todo. Rafael ha crecido en la escuela estoica de su tío Toni. No valen las disculpas, no hay lugar para la renuncia, no se concibe eludir el sacrificio. Cada tic antes de su servicio, cada milímetro que vigila cuando coloca sus botellas, cada toalla que dobla cuidadosamente, son ejercicios que le sirven a Nadal para que sus conexiones neuronales se recoloquen después de cada punto salvaje. Es una máquina de luchar, de ganar, es lo más parecido a los superhéroes de Marvel que el ser humano puede construir.
Cada punto, cada juego, cada set, cada partido, es una lucha de Nadal contra el final de su carrera. Vive cada minuto con la máxima intensidad, como si fuera el primero; como si fuera el último. Como hay que disfrutar de la vida. “La única palabra que debemos decir cada mañana, en reconocimiento del regalo que se nos ha dado, es: gracias. No se nos debía nada. Gracias por ese regalo insensato”, dice el filósofo francés Pascal Bruckner para cerrar su libro Un Instante eterno. Esa es la filosofía de Nadal y de su clan familiar y de colaboradores; sin ellos no puede concebirse su éxito.
Este domingo puede ganar su 22º título del Grand Slam y ampliar su ventaja sobre otros dos monstruos, Djokovic y Federer. Ese es el dato objetivo. El otro, aún más importante, es que nos sigue dando lecciones de vida.
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