Van Baarle habita en el paraíso de la París-Roubaix
El ciclista de La Haya se impone en la París-Roubaix dos semanas después de terminar segundo en el Tour de Flandes y ofrece a Pinarello y al Ineos su primer Infierno del Norte
Dos poetas sueñan el paraíso, la única poesía que puede brotar de las piedras, el polvo, el sol, fantasmagórica como la imagen el pelotón que atraviesa las tierras duras envuelto en una nube blanca, un velo que lo transfigura, los pueblos de casas descuidadas del norte de Francia postindustrial, arqueología de minas sin mineros, tabernas clausuradas, siderurgias desmontadas, industria textil olvidada, y los campos de achicoria, carreteras secas, memoria de grandes movimientos revolucionarios y de la música de la Internacional, presente de desconcierto y rabia.
Dos poetas, dos ciclistas, dos estilos. Matej Mohorič, campeón escolar de matemáticas de toda Eslovenia, busca explicaciones a teoremas, a ecuaciones imposibles, que en su cabeza resuelve su voluntad loca, y pedalea desmesurado, olvidados los cálculos inútiles, y busca alcanzar la infinidad de infinitos que constituyen la realidad. Quedan más de 100 kilómetros. No mira atrás y cuando el bosque de Arenberg, los adoquines de granito negros a la sombra de los espectadores ansiosos, sus árboles atrofiados, ramas escuetas, se vuelven a lo lejos y le desafían con brazos imaginarios, y le dicen, ven aquí, sumérgete, déjate llevar, se lanza como quien se sumerge en el vacío, y flota sobre las piedras en las que todos tropiezan.
Su infinito tiene un límite, choca con la poesía sobria y sorprendente de Dylan van Baarle, el holandés oscuro, su pedaladas sobrias, determinadas, obrero del verso que con un contrapié en el asfalto, a 28 kilómetros de Roubaix, deja atrás a las estrellas, a Van der Poel, sin fuerza, a Van Aert siempre vigilante, y les roba el brillo. Persigue y alcanza al loco Mohorič y sus dos acompañantes, y su brillo es tan intenso que obliga a mirarlo con los ojos entrecerrados, como se mira en el cabo de Gata bajo el sol, y es cegador en las piedras y el polvo, de Camphin en Pévèle, adoquines de cuatro estrellas, donde acelera y deja atrás a Mohorič. Y se va solo hasta el paraíso soñado, declamado la víspera por Elisa Longo Borghini, la ganadora de la carrera de las mujeres, que recordó que en la escuela había estudiado a Dante, claro, es italiana, y la Divina Comedia, y se sentía parte del poema pues sobre las piedras cada pedalada quemaba como las llamas del infierno, pero que al final llegó al Paraíso, al velódromo. Como la italiana el sábado, Van Baarle franquea solo sus puertas, se empapa, la piel de gallina, cuenta, de todos los hurras de los aficionados locos. Todos para él.
Cuando el asfalto, el amarillo de los campos de colza rivaliza con el sol, y el viento sopla de costado, primavera brillante que reclama un paseo despreocupado, un dejarse llevar sin más allá donde el capricho guíe, un placer que el ciclista se niega, y sus directores, autoritarios desde los coches, se lo recuerdan. Su deseo es otro. Sufrir, hacer sufrir, luchar y así gozar es la orden. Pedalean posesos a más de 200 kilómetros del velódromo, tan lejano. Dylan van Baarle ya está allí. Su equipo, el Ineos, es una sombra oscura en la cabeza, una cooperativa de campeones que se relevan aliados con el viento y cortan el pelotón en dos.
Detrás, las estrellas esperadas, las figuras que han revolucionado el ciclismo como la pandemia ha revolucionado la sociedad. Van Aert, Van der Poel, empeñados en su duelo perpetuo tienen ya un anticipo de lo que les espera, un día de persecución y prisas.
Delante, ellos, los siete Ineos, todos ellos ciclistas capaces de ganar, ganadores: Kwiatkowski, polaco que hace una semana se impuso en la Amstel, y quiere llegar delante al pavés, al bosque de Arenberg, donde la primavera es oscura y otro gran polaco, Stablinski, fue campeón del mundo, como él, trabajó en la mina, tocó el acordeón, y fue amigo de Anquetil; Sheffield, un neoyorquino de 19 años, descarado atacante hace tres días en la Flecha del Brabante; Turner, un inglés alto y seco como una cigüeña, perfil de ciclista anciano, y rostro también, y solo tiene 22 años, y a los 17 se fue a vivir a Bélgica para correr en ciclocross; Filippo Ganna, el gigante italiano que se preparó en un velódromo sin piedras, donde no se le pinchaba la bici ni una sola vez, y en las piedras, sus neumáticos sin cámara, su anchura de 30, hinchados a menos de cinco atmósferas de presión, revientan varias veces y le obligan a parar y volver, y a volver a volver. Y está Van Baarle, que el 21 de mayo cumplirá 30 años. “Es la carrera en la que solo se trata de seguir luchando, de seguir luchando, pase lo que pase”, dice el holandés, que con su victoria ha hecho feliz al patrón del Ineos, el superquipo de los Tours de Froome, Wiggins, Thomas y Egan que gana su primer Infierno del Norte, y a Fausto Pinarello, el fabricante de bicicletas italiano que se acuerda de su padre Nani, que nunca habían ganado tampoco la Roubaix. Y gracias a ellos, y al viento amigo que les empuja, y a los nuevos neumáticos que pinchan tanto como aceleran las bicis, la Roubaix de 2022, 257,2 kilómetros, se corre a 45,792 kilómetros por hora de media, la más veloz de las 119 ediciones disputadas, desde el siglo XIX.
Los ciclistas de la Roubaix viven una ficción. Creen que van donde quieren, pero es la bici, la reina de los lugares, la que los lleva donde quiere. Y de entre todos, elige a Van Baarle, un holandés que, pese a ser segundo ya en el pasado Mundial, en Lovaina, y segundo en Flandes, nunca se ha sentido campeón porque, dice, nunca ha sido rápido al sprint, nunca ha sido el mejor en montaña ni en contrarreloj, y vivía tranquilo a la sombra de Dumoulin, Van der Poel, Jakobsen, las rock stars del lugar, y dice que también la goza ayudando a Egan a ganar el Tour o corriendo la Vuelta. Y recuerda que el año pasado, la Roubaix de otoño, el barro y las piedras deslizantes, tanta lluvia, también entró solo, pero fuera de control, a casi media hora del ganador, el italiano Sonny Colbrelli, quien la vio por la tele, con un desfibrilador implantado en el pecho para evitar que cuando enloquezca su corazón se pare.
Solo casi dos minutos después llegan al paraíso los primeros perseguidores, cuatro ciclistas, al velódromo. Van Aert, siempre segundo, es el más rápido de los cuatro, y detrás Küng, el contrarrelojista suizo con apellido de teólogo que se ha enamorado de las piedras y del color de su maillot cuando el polvo se mezcla con el sudor y con la sal del sudor seco, y es la película de las grandes clásicas la que le tiñe, el uniforme de los que sueñan, y le emocionan. Cuarto es el belga Devriendt.
Quinto es Mohorič, el ganador de San Remo con la tija de sillín de James Bond. La poesía de las matemáticas, y el infinito que siempre persigue.
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