Partidos eternos
Cuando Guardiola se fue del Metropolitano quizá pensaba ya en la eliminatoria ante el Madrid, en cómo proteger a su equipo de la mística, los intangibles… y el talento blanco


Hay partidos, eliminatorias, que se empiezan a jugar desde el momento en que el destino junta a dos equipos que entienden el fútbol de formas contrapuestas y que no acaban ni cuando el árbitro pita el final del partido de vuelta, ni cuando los jugadores suben las escaleras del túnel de vestuarios, ni siquiera cuando los entrenadores llegan a la sala de prensa.
Seguro que cuando usted, amable lector, ha acabado este párrafo ha pensado en ese duelo entre el Atlético de Madrid y el Manchester City, que parecería no acabar nunca. Y tendría razón, toda la razón. Es el efecto del altavoz de esos grandes clubes y de sus excelentes entrenadores, hábiles para el juego y grandes comunicadores, cada uno para su parroquia, que saben que el broche del partido se pone en ese espacio alejado del terreno de juego que es la sala de prensa. Simeone, para seguir con la presión ejercida en los dos partidos, 180 minutos resueltos por la mínima. Guardiola, empezando a trabajar en la siguiente eliminatoria de semifinales que le devolverá a Madrid, al Santiago Bernabéu.
Pero si lo piensan con la mente puesta en el martes pasado verán que eso mismo sucedió el Múnich, al final de la eliminatoria que metía de forma justa y merecida al Villarreal en las semifinales de Champions y que dejaba en la cuneta al Bayern. Al inmenso Bayern que tantas veces nos ha parecido invencible, a ese Bayern que, tal vez, por un minuto, pensó que había tenido suerte en el sorteo, que si era un coco para Real Madrid, Barça y Atlético cómo no lo iba a ser para el Villarreal, que, seguramente, tampoco acertaban a ubicar exactamente en el mapa. Vamos, como nosotros si a los groguets les hubiera tocado el RB Leipzig, por poner solo un ejemplo. Ni el tiempo que el intenso y combativo Thomas Müller y su perro le pudieron dedicar al análisis del equipo de Emery les permitió salvar ese obstáculo en la carrera por las semifinales.
Un gol español
Ni esa, tal vez nueva, definición que el entrenador alemán Julian Nagelsmann hizo del fútbol español al definir el gol que habían recibido en el 88 del partido de vuelta y que les dejaba fuera de la Champions, un gol en un contraataque perfectamente llevado entre Lo Celso y Gerard Moreno y finalizado por Chukwueze. Un gol que para Nagelsmann es típico español cuando llevábamos tiempo por estos lares pensando que lo que nos distinguía en el fútbol europeo era el juego de control de balón, el análisis táctico y la ocupación racional del terreno de juego. Ya ven que Europa nos lleva a nuevas definiciones de nosotros mismos, de nuestros análisis previos y de los sesgos con los que nos autodefinimos.
También le pudo pasar algo de todo esto a Thomas Tuchel, entrenador del Chelsea que, tras declarar en Londres que la eliminatoria estaba resuelta, acabó diciendo en sala de prensa del Santiago Bernabéu que el resultado no era justo y que deberían haberse clasificado para semifinales.
Y también es lógico que lo pensase cuando ganaba y estaba clasificado a falta de 10 minutos para el final de la eliminatoria y sentía que el partido lo tenía dominado. Y, de repente, le cayó toda la mística del Bernabéu, del Madrid europeo, de ese equipo que está muy claro que se siente mejor en la epopeya que en la gestión de la ventaja ganada.
Tal vez era en eso en lo que Guardiola pensaba cuando se subió al autobús tras el partido del Wanda (huy, que no se puede decir Wanda y Champions en la misma frase, que la UEFA se enfada), en cómo protegía a su equipo de la mística, de los intangibles del fútbol… y del talento blanco, claro.
Un asunto en el que vamos lejos, mucho más lejos que el juego.
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