West Ham, entre la nostalgia identitaria y la modernidad
Muchos aficionados creen que les han engañado con el cambio de estadio. Quieren volver al pasado
En febrero de 2020, entre 3.000 y 7.000 hinchas del West Ham United (la cifra depende de quién la calcula) se manifestaron en el corazón del East End londinense para protestar contra los dueños del club y contra su traslado, en 2016, del viejo estadio de Upton Park al remozado estadio Olímpico, rebautizado como London Stadium. En aquellos momentos, los Hammers (los martillos), como se les conoce por sus orígenes vinculados a la industria del metal, luchaban por mantener la categoría.
Hoy, el West Ham es tercero en la Premier a tres puntos del líder, ha derrotado al Liverpool y al Tottenham, ha eliminado al United y al City de la Copa de la Liga y lidera su grupo en la Europa League. El clímax de la temporada se alcanzó hace una semana, con el espectacular triunfo ante el Liverpool (3-2). Ese día, la atmósfera en el London Stadium fue tan eléctrica y eufórica que pocos se acordaron de Upton Park.
Pero la mudanza al Estadio Olímpico ha sido traumática para una afición que está ligada como pocas a la nostalgia identitaria de un pasado que, con o sin Upton Park, ya no existe. En muchos sentidos, es un conflicto muy semejante al Brexit. La salida de la Unión Europea fue alentada por una minoría de nacionalistas ingleses profundamente antieuropeos que consiguieron que su mensaje de retorno a las raíces calara sobre todo entre la población más avejentada, aquella que siente que su mundo y sus tradiciones están desapareciendo y lo atribuye a la modernidad, al multiculturalismo, a la globalización. Muchos votaron Brexit a sabiendas de que la economía del país se vería perjudicada. No les importó: para ellos, la identidad está por encima del bienestar.
En el West Ham, grupos de hinchas como los Hammers United piensan algo así. Creen que les han engañado (“vendimos un sueño, nos dieron una pesadilla”) y que, aunque a la larga la mudanza al parque Olímpico pueda tener sentido financieramente, eso no les compensa. Quieren regresar a un pasado en el que los aledaños de Upton Park en días de partido eran una fiesta con pintas de cerveza barata, anguilas con gelatina y empanadas con puré de patatas (pie and mush). Hoy, su estadio está en el parque Olímpico, en medio de la nada, los pubs más cercanos ofrecen cervezas artesanas para hipsters y posmodernos y los restaurantes están en un gigantesco centro comercial en el que un hincha de fútbol encaja como un elefante en una cacharrería.
El problema es que todo ha cambiado y tampoco el East End es lo que era. Hoy los obreros ya no están en las fábricas sino repartiendo paquetes, limpiando oficinas por las noches o escribiendo artículos a tanto la pieza. Menos de un tercio de los habitantes del East End son blancos británicos. Y, en realidad, muchos (si no la mayoría…) de los hinchas del West Ham United ya no viven en el East End.
En los aledaños del London Stadium no huele a hamburguesa con cebolla pero dentro se juntan casi 60.000 personas, no muy lejos del doble de los 35.000 que cabían en el viejo Upton Park (que en realidad se llamaba Boleyn Ground). Y los odiados propietarios del club (David Sullivan y David Gold, dos empresarios con raíces locales y turbio pasado, algo no muy original en el East End, legendaria cuna de gánsters), acaban de conseguir autorización para ampliarlo a 62.500 espectadores (por encima de los 60.260 del Emirates del Arsenal) y tienen planes para llegar a 67.000, lo que superaría al nuevo estadio del Tottenham y sería el segundo más grande de la Premier, detrás de Old Trafford.
El pasado 3 de octubre, cuando el West Ham ya iba viento en popa, los Hammers United convocaron una nueva protesta para demostrar que no basta con buenos resultados para calmar su descontento. Esta vez solo acudieron entre 200 y 400 hinchas. En fútbol, la modernidad es más llevadera cuando uno está arriba. Como en la vida misma.
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