Albert Camus y Unai Simón
Iribar siempre me decía: “Andoni, con las excusas no crecemos. Con los problemas y su análisis, sí”.
Cuentan que Albert Camus, escritor y premio Nobel francés, decía: “Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, todo cuanto sé con mayor certeza acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al deporte, lo aprendí en el RUA [Racing Universitario de Argelia]”.
Ese deporte era el fútbol y su puesto era, tras un inicio como delantero, el de portero. Y decía aún más Camus cuando definía su amor por el fútbol y su equipo: “Era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota”.
Se diría que Albert Camus había escrito esto para todos los porteros del mundo, representados en Unai Simón, a las 18.25 del pasado lunes, unos minutos después de que el balón burlase su pie derecho y la pelota fuera a alojarse, delicada y suave, un punto perversa, en el fondo de su portería.
Unai pasaba después por todos esos estadios que te llevan del desastre a la alegría para volver al desastre para finalizar como una mascletá perfecta con una traca final emocionante, embriagadora, magnífica, a la que contribuyó con un par de paradas decisivas. Y, sobre todo, al no abandonar su puesto tras la tragedia del primer gol porque hay una línea emocional que ante una situación adversa te lleva a seguir estando físicamente, pero a abandonar mentalmente el combate de forma que tienes un portero pero su alma se ha escapado, derrotada y humillada por el grosero error.
Para completar la lección de madurez, Unai Simón no ponía tristes excusas al error. Ya saben, que si el sol, que si un mal bote, que si el pase llegaba demasiado fuerte, qué sé yo, cualquier elemento que hasta los más cercanos le propusieron para mitigar el dolor del fallo. Todo lo contrario, aceptaba el error y simplemente alegaba que era una acción que ha realizado miles de veces, siempre impecable, siempre perfecta.
Y si lo que aprendí en el fútbol del siglo XX vale para el siglo XXI, yo diría que ahí empezó a hacerse grande, siguiendo aquella máxima con la que Iribar concluía mis disertaciones postpartido llenas de excusas: “Andoni, con las excusas no crecemos. Con los problemas y su análisis, sí”.
Por tanto, fuera excusas y, tal vez, alguien de la neurociencia podría explicarnos por qué cuando realizamos acciones rutinarias, automatizadas, de esas que cada día ejecutamos sin pensar, hay días en los que la columna del garaje se interpone y roza nuestro coche, esa columna que siempre ha estado ahí, esa maniobra que hemos realizado cientos de veces siempre igual, siempre el mismo giro, siempre la misma velocidad, y justo hoy, que además voy con prisa, el espejo retrovisor ha decidido impactar con la esquina de la columna.
Lo único que creo haber aprendido de esas situaciones es que en lo más rutinario, en aquello que tenemos tiempo para pensar, ver el balón, no tener ninguna presión de nadie y un buen césped para fiarse de él, en esas acciones siempre hay un microsegundo que el cerebro deja de seguir el balón, deja de estar pendiente de la pelota para mirar más lejos, para otear el horizonte pensando ya en la jugada siguiente y , ¡oh destino!, es ese microsegundo en el que el control se olvida, la pelota se burla de nosotros y con relajado bote se va a visitar el fondo de nuestra portería.
Mejor lo definía Camus cuando escribía: “Aprendí pronto que una pelota no llega nunca del lado que uno espera. Me sirvió en la existencia y sobre todo en la metrópoli, donde la gente no es sincera”.
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