A 125 años de Atenas 1896: siglo y cuarto de contradicciones olímpicas
El 6 de abril de 1896, el rey Jorge de Grecia inauguró en la capital de Grecia los primeros Juegos de la era moderna
Hace 125 años, el 5 de abril de 1896, llovió a mares en Atenas, pero al día siguiente el sol brillaba a las tres de la tarde, cuando los reyes de Grecia, Jorge (danés) y Olga (rusa), entraron en el estadio Panathinaikó, toda de mármol blanco revestida la primera fila de asientos, y sus tronos, cubiertos con telas de terciopelo rojo, entre los vítores de 50.000 espectadores para inaugurar los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, los primeros que se celebraban en más de 1.500 años. Pocos minutos después, sin desfile inaugural ni más ceremonial que el “yo declaro inaugurados los primeros Juegos” real, comenzó la competición de atletismo con las series de los 100 metros y la primera final, el salto de longitud (en realidad, una especie de triple, hop, skip and jump), que consagró como primer campeón olímpico al norteamericano James Connolly, de 27 años, hijo de emigrantes irlandeses en Boston y estudiante en Harvard, que saltó 12,70 metros.
Durante 10 días, 245 hombres de 15 países compitieron en nueve deportes (atletismo, natación, gimnasia, ciclismo, esgrima, halterofilia, tiro, tenis y lucha) y 43 especialidades. Y un pastor griego, Spiridon Louis, se convirtió en el primer gran héroe deportivo de su país después de ganar el primer maratón de la historia.
Nada más lejos de los Juegos actuales, su gigantismo, su comercialización, su gran impacto económico y cultural, el único gran evento programado regularmente, junto al Mundial de fútbol, capaz de pegar a la pantalla de un televisor a miles de millones de personas simultáneamente en todo el mundo. “El atletismo hizo su entrada en la escena mundial en la Esparta de Licurgo \[año 800 antes de Cristo\] y estaba guiado por la pedagogía, por la búsqueda de la armonía de la máquina humana, del equilibrio entre cuerpo y espíritu, por la alegría de sentirse vivo”, se exaltaba el barón Pierre de Coubertin, el inventor del olimpismo actual, en 1894, un entusiasta del “internacionalismo y la democracia” que las competiciones olímpicas extenderían por el mundo, cuando los primeros Juegos aún eran una utopía. “Después se coló el lucro y la filosofía del deporte se oscureció de año en año; el deporte descendió en la arena degradante del circo romano, y el cristianismo le dio sus últimos golpes. Ha habido que esperar a este siglo [finales del XIX] para verlo renacer”.
Su relato acelerado de la historia de las competiciones deportivas se puede interpretar siglo y cuarto más tarde como una profecía de lo que acabaría siendo, su inevitable transformación en espectáculo de masas. Y también fue interpretable la pureza que admiraba en la práctica del deporte en la antigüedad griega. Cuarenta años más tarde, Adolf Hitler inventó la gran tradición olímpica del relevo de la antorcha, encendida desde los Juegos del 28 por sacerdotisas en el monte Olimpo, que la llevarían a través de los Balcanes a Berlín para los Juegos de 1936, y encontraba las raíces de la pureza de la raza aria en la Grecia clásica.
El lucro era el gran temor, el antideporte. La primera preocupación del primer comité olímpico, dos años antes de los primeros Juegos de Atenas, fue precisamente cerrar la participación solo a deportistas aficionados, y para ello se dedicaron en el congreso de París a buscar una definición de amateurismo que complaciera a todos, incluso a las asociaciones de remo, el deporte aristocrático por excelencia en el Reino Unido, que prohibían participar a los “obreros” en sus carreras, y a los también aristócratas practicantes del tiro de pichón. “Es amateur toda persona que nunca ha participado en una competición abierta a cualquiera ni concurrido por un premio en especie o por una suma de dinero y que nunca, en ningún periodo de su vida, ha sido profesor o monitor de deportes asalariado. Y también es amateur toda persona cuyos éxitos deportivos nunca le han procurado una ventaja pecuniaria”, y en las actas del congreso se precisa que este último apartado se refiere a los ciclistas a los que los fabricantes de bicicletas pagan por haber ganado con sus máquinas.
En el congreso, embrión del actual Comité Olímpico Internacional (COI), participaron 78 delegados de 11 países, incluidos dos españoles de la Universidad de Oviedo, los profesores de Derecho Adolfo González Posada y Aniceto Sela. Ambos eran regeneracionistas, creían en una España sin sangre ni guerra, discípulos de Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza. Veían una esperanza en la visión olímpica, lo que De Coubertin llamaba “internacionalismo y democracia”. No volvieron a aparecer por el movimiento olímpico, cuyos debates en París también terminaron precisando que el dinero recaudado por la venta de entradas a las competiciones nunca se debería repartir entre los propios deportistas, sino que correspondía a las sociedades a las que pertenecieran los deportistas.
Y también fijaron un límite al valor que debían tener los trofeos que donaran los mecenas para premiar a los campeones, que en Atenas 96 fueron una rama de un olivo salvaje de Olimpia, junto al templo, que se dice plantó Hércules en persona, y una medalla de plata con la acrópolis en una cara y un Zeus en la otra. Solo casi un siglo más tarde, con la llegada de Juan Antonio Samaranch, en 1980, a la presidencia de un COI casi en bancarrota, se derogó la regla sagrada del amateurismo olímpico, ya convertido en broma por el llamado amateurismo marrón de los países del Este, en los que los deportistas eran asalariados del Estado en una práctica rápidamente imitada en el Oeste.
Entonces, hace 125 años, el olimpismo no era precisamente la máquina de generar beneficios en que se ha convertido, capaz de recibir casi 4.000 millones de euros por los derechos televisivos de los próximos Juegos de Tokio y de obligar al Gobierno japonés a gastarse más de 10.000 millones en organizarlos. A cambio, al menos, los Juegos han vivido su verdadera revolución con la conquista de su espacio, de solo hombres en Atenas, por las mujeres deportistas, y actúan como locomotora del cambio.
Organizar los de Atenas 1896 les costó lo suyo a los entusiastas. El Gobierno griego, endeudado hasta las cejas, se opuso tenazmente a su celebración y solo a última hora consintió en permitir una emisión filatélica que generó 400.000 dracmas a un comité organizador que, vista la apatía de los empresarios atenienses, asumió el príncipe heredero Constantino. Ni el príncipe ni la casa real, artificialmente impuesta en Grecia por las grandes potencias, contribuyeron a la financiación de la aventura olímpica, pero tuvieron el poder de convencer a George Averoff de que se gastara un millón de dracmas en reconstruir el Panathinaikó, una ruina a la sombra de la Acrópolis, una pista en herradura de 236 metros, para dotarle de casi el mismo esplendor que alcanzó en el siglo II, cuando lo reconstruyó el cónsul romano Herodes Ático, un sofista y maestro. Averoff podía ser ambas cosas, pero sobre todo, era el gran mercader de Egipto, un filántropo que había comenzado a construir su fortuna con el comercio de esclavos. Y su estatua en las puertas del estadio es otro recordatorio de todas las contradicciones del movimiento olímpico, y de sus 125 años de historia. Atenas volvió a acoger los Juegos en 2004. El estado griego echó entonces el resto. Invirtió 8.000 millones de euros, una suma que 17 años más tarde se ha convertido en chatarra, en un parque de arqueología deportiva, y aún pesa en la deuda nacional.
Puedes seguir a DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.