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Estar sin Estar
Columna
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El llanto en llamas

En pocas horas un páramo en desesperación ha vuelto a iluminar la dolorosa dicotomía de México, la frágil luz de entereza y humanidad de un paisaje proletario pendiente de transformación

Jorge F. Hernández

Una de las caras de la Ciudad de México es cacariza. Casi todas sus calles y calzadas, callejones y conductos presentan baches, hoyos y hoyancos… zanjas y vados como huellas del ácido acné de las lluvias y su anegación o cicatrices de la cíclica viruela de la corrupción como asfalto para constante negación. CDMX pintada y ojerosa, odiosa y entrañable, Madre que nos devora y engendra que por estos días parece sonreír dolorosamente tras el humo oloroso a punto de estallar en inmensa bola de fuego.

Es una Clara Burrada intentar maquillar las arrugas e imperfecciones del otrora DeFe: hincharle los labios con bótox al colesterol anaranjado que obstruye las venas del Metro, pestañas postizas para los desagües rebasados y rímel en las ranuras endebles del enloquecido Segundo Piso del Periférico (homenaje mexicano al Tsunami en longitud y altura kamikaze) y repeinarse con crepé el Zócalo como copete con el engañoso juego de conciertos masivos dizque gratuitos.

Agreguemos la meteórica proliferación de motonetas como zancudos, motocicletas como mosquitos y la anquilosada monstruosidad de millones de vehículos, transportes pesados sin horario de circulación y pipas, pipas y más pipas de variados combustibles que -como la gran mayoría de leucocitos (altos, bajos, anchos y largos) móviles y automóviles- no respetan ni mucho menos obedecen límite alguno de velocidad.

Con tal sintomatología no se necesita dermatología profética para percibir con la yema de un dedo que el cutis de CDMX tiene muchos puntos negros bajo su maquillaje. Hay constante peligro de pústulas y de pronto, ya por Burrada, baches o borrachera de velocidad, se descarrila el Metro, se pandea el Metrobús, se rompen las flechas y las llantas de los coches o se vuelca de costado un tubo inmenso de gas licuado.

En el mal llamado Puente de la Concordia, un cruce de caminos con varios niveles de vías trenzadas, se acostó una pipa cargada con 49.500 litros de gas licuado que al estrellarse la salchicha blanca (ya por desenfreno, exceso de velocidad o tropiezo con bache u hoyanco) se esparció entre vías y puentes como nube blanca hasta que una chispa encendió el incendio. Al escribir estas líneas hay una decena de muertos y más de una centena de heridos graves por una más de las tragedias que abonan el Llanto en Llamas de México. No se han podido contabilizar los grupos de indigentes que hacían hogar bajo esos puentes, los perros callejeros… los incinerados al instante.

En otra Clara Burrada han repavimentado el tramo de la tragedia en menos de 24 horas para re-maquillar ese pómulo de la cara ajada de CDMX con el pretexto de que nos polveamos “pa’que no se repita” y en el colmo de la infamia las autoridades han solicitado no sólo colectas humanitarias de emergencia (que suelen llover sin necesidad de exhortación oficial), ¡sino también analgésicos, vendajes y otras materias primas de curación o atención médica (que deberían estar garantizadas por un sistema de salud que se jactaba ser mejor o al nivel de primer mundo)! Arde aún más el fuego de la ira si se observan los videos o testimonios de la sobresaturación de clínicas y hospitales incapaces de atender una tragedia (peligrosa advertencia para un páramo pre-Mundialista de Fútbol) y la vergonzosa escena de enfermeras recibiendo quemados en sillas de oficina ensabanadas a falta de camillas.

El llanto en llamas bajo una espesa neblina blanca de mentira tras mentira, al filo de explosión anaranjada y roja con estruendos de desinformación y desidia donde asombrosamente se elevan las alas impalpables de una abuela que cubre con su cuerpo calcinado la vida de su nieta de dos años; la Alicia abuela que camina ya sin pelo y con la piel en parches de ropa carbonizada para que un arcángel de la policía uniformado se encargue de ayudarlas, un motociclista anónimo que las lleva en FaceTime a un hospital donde se salva la niña gracias a su abuela que no se salva de que las autoridades comuniquen su fallecimiento, para que luego corrijan e informen de que sigue con vida aunque 98% de su cuerpo sea pergamino… allí y allá donde no supieron informarle a un novio enamorado el verdadero paradero de su novia en clínicas o nosocomios hasta que lo enteran de su deceso y los videos de los hombres con andrajos y piel quemada blanca sobre algunas manchas de su piel morena y el que habla milagrosamente soportando un dolor infernal y las enfermeras que salen con megáfono a pedir medicamentos de alta gama a la inmensa ola solidaria de los vecinos de Iztapalapa que han sobresaturado con agua y comida los huecos precarios de los supuestos puestos de asistencia.

En pocas horas un páramo en desesperación ha vuelto a iluminar la dolorosa dicotomía de México, la frágil luz de entereza y humanidad de un paisaje proletario pendiente de transformación, lejos de los palacios de los poderosos y de las parcelas de los potentados que quizá ni huelen los duelos del Llanto en Llamas… por donde sale del humo una calva abuela calcinada y sin calzado, pero con una nieta en brazos que de memorizar todo el ruido de nuestro silencio.

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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