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Pelé en el adiós de Rivilla

O Rei puso la carne de gallina al Manzanares en 1969

Pelé junto a Rivilla y a su hijo en septiembre de 1969.
Pelé junto a Rivilla y a su hijo en septiembre de 1969.

A los de mi quinta y aledañas nos ha cogido a contrapié la noticia de que Pelé ya es octogenario. Y con mala salud. Nos basta cerrar los ojos para volver al tiempo en que supimos de él cuando deslumbró en el Mundial de Suecia con 17 años. El verano siguiente el Santos hizo una gira deslumbrante por España y él seguía teniendo 17 años. Entre nosotros tuvo 17 años durante algún tiempo, porque eso reforzaba sus prodigios.

Aquel verano de 1959 empezó por el Bernabéu, donde jugó el homenaje a Muñoz. Pelé y Di Stéfano frente a frente. Marcó un golazo e hizo cosas mágicas, Di Stéfano no marcó, pero el Madrid ganó 5-3 y el comentario final fue que “el Santos juega para Pelé y Di Stéfano juega para el Madrid”. Luego jugó el Teresa Herrera, inauguró el Trofeo Naranja (y marcó el primer gol) y amistosos en el Camp Nou y el Villamarín. En total, seis partidos y 10 goles. Fue el comentario del verano, algo así como el paso de un cometa Halley por la limpia noche veraniega.

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Volvería otros veranos. Quien quiera detalle de ello lo puede encontrar en un estupendo trabajo de Sergio Galán en la revista oficial de CIHEFE. Como único grande que nunca fichó por un club europeo, era una baza cara pero segura en los torneos veraniegos, así que su presencia se extendió hasta 1974. Ese año jugó el Carranza, compartiendo con Cruyff la condición de gran reclamo del cartel, y se nos despidió en La Romareda, en un partido con la singularidad de que Iselín Santos Ovejero, aquel central excesivo, derribó una portería en un despeje acrobático. Sus compañeros se lo agradecieron, porque mientras se reparaba el destrozo todos pudieron hacerse la preceptiva foto con Pelé.

A Madrid volvió dos veces, muy señaladas. La primera fue con Brasil, a la sazón bicampeona del Mundo, y camino del Mundial de Inglaterra, que aspiraba a que fuese su tercero. Jugó contra el Atlético, campeón de Liga, pero en el Bernabéu, porque ya la piqueta destruía el Metropolitano y aún faltaban tres meses para que el Manzanares estuviera en condiciones. Fue el 21 de junio de 1966 y la víspera todos fueron a los toros menos Pelé, que escogió el Valle de los Caídos. Brasil jugó al completo, al Atlético le faltaban Rivilla, Glaría, Adelardo, Ufarte, sus cuatro mundialistas, concentrados la Selección en Galicia. Pero le quedaba un equipazo: Rodri; Colo, Griffa, Calleja; Ruiz Sosa, Martínez Jayo; Cardona, Luis, Jones, Mendoza y Collar. Ganó Brasil 5-3, con tres de Pelé, uno de ellos regateando a Rodri (que estuvo enorme) sin tocar el balón. Cuatro años después evocaríamos esa jugada, cuando hizo algo similar ante Mazurkiewicz.

Pero el Manzanares no se quedó sin verle. Fue en septiembre del 69, en ocasión emotiva: el homenaje a Rivilla. Aquella era una bella costumbre, que lo apretado de los calendarios abolió. Los jugadores que cumplían diez años en un club tenían derecho a ello. Se buscaba un rival atractivo y el beneficio era para él. Al aficionado le resultaba muy grato cumplimentar un adiós formal y agradecido al viejo condottiero que colgaba la armadura. Jugaba unos minutos y luego se retiraba lanzando un abrazo colectivo y dejando hueco al presunto sucesor, mientras el hincha aplaudía con los ojos húmedos y un nudo en la garganta.

Rivilla estuvo diez años en el Atlético y cinco en la Selección, con la que ganó la Eurocopa de 1964, siempre luciendo en un puesto menor, el de lateral derecho, que él abrillantó con su juego seguro y de clase. Como todos los grandes laterales de la época, se había iniciado en puestos más adelantados, y no era un abrupto pateador de cuero y de extremos, que todavía quedaban.

De nuevo el alboroto en Barajas, de nuevo su sonrisa a todos, sus interminables tandas de autógrafos, sus palabras humildes y sensatas que luego, perdido el fútbol, fue cambiando por otras. El Manzanares le recibió orgulloso y él se retrató, complaciente, con Rivilla y su hijo mayor, que también se retrataron con la formación completa del Santos: el padre arriba, entre los defensas, como correspondía; el niño abajo, acuclillado, abrazado por Pelé y con el balón.

Ya no tenía los 17 años que tuvo durante tiempo, sino 29, y se le notaba. Había perdido electricidad, se echaba atrás y distribuía sabiamente, al modo del Messi de hoy. Lució mucho más el patilludo Edu, de color tan oscuro como O Rei, pero él movió los hilos y facilitó directamente uno de los cuatro goles del Santos, que ganó 3-1.

Fue una de las noches que pusieron la carne de gallina al Manzanares. Pronto allí habrá un parque. Más de un abuelo le dirá a su nieto que por ahí, por donde corretea, él vio jugar a Pelé en una lejana noche.


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