Un gran concierto de Hirschi
El fabuloso jovencito suizo vence en la jornada de media montaña del Limusín, en la que el líder Roglic y los demás favoritos vigilan sin intervenir
Los gregarios son como los pobres trombonistas de las orquestas, que llegan de pueblos mineros y a los que se aplaude por su capacidad pulmonar, sus labios encallecidos y azules, casi morados, cianóticos por la ausencia de oxígeno, después de repetir algunos solos extenuantes, y los violinistas y pianistas, las estrellas del solismo, les compadecen, pero atravesando Saint Léonard de Noblat el público les jalea, a Imanol Erviti, a Luisle, a cuatro fugados más, gregarios con obligación de fugarse que pasan dos minutos antes que el pelotón, y les vocea, “vas-y-Poupou!”, y “allez Poupou!”, como se animaba en Francia a todos los ciclistas hace 50 años de la misma manera que un tiempo en España a todos se les gritaba “¡dale, Perico!”, y eso recompensa a los gregarios tanto como los aplausos después de una tercera de Mahler y sus dos solos feroces, histéricos, del primer movimiento.
Les llaman Poupou porque atraviesan el Limusín de las mil vacas Antoine Blondin y pasan por el pueblo de Poulidor, muerto en noviembre pasado, y si Poulidor, Poupou, no viene el Tour después de casi 60 años haciéndolo, el Tour va a Poulidor, y una foto suya gigantesca, joven y sonriente, los recibe a todos, brillante en el revelado su maillot Mercier violeta, moradito casi como sus labios de trabajador algunos días. Poulidor no era gregario, sino campeón, pero para él, como para los campesinos de los que orgulloso había nacido, el esfuerzo, el sudor, no es un castigo sino un valor, y tan grande era su esfuerzo a veces para acabar derrotado por Anquetil o Merckx casi siempre.
Erviti lleva un casco amarillo de Movistar líder por equipos que brilla cegador al sol de la Francia verde y olvidada --salvo por los parisinos como Chirac, que de aquí, de Corrèze, fue diputado, o por los que tienen aquí, junto a lagos y ríos apacibles, segundas residencias e invaden su calma para pasar el confinamiento--, la Francia tan verde de carreteras antiguas, de asfalto que se derrite al calor y agarra las ruedas de su bici cuando el concierto del día, la etapa más larga del Tour, y la corren a más de 42 por hora pese a su relieve, le exige un segundo solo, o quizás un Bolero de Ravel a su trombonista favorito, y el gigante navarro vuelve a soplar y a apretar los labios para llevar a Valverde, rezagado a causa de una avería, a la caza del pelotón desatado: se acerca el Suc au May, la montaña dura del día, a nada de la meta, y Marc Soler, otro casco amarillo, siguiendo el plan estudiado, está en fuga.
Soler, fuerte y grande, va para solista, tiene 26 años y se toma el Tour a pequeños tragos, y cada año, y este es su segundo, un poquito más. En el momento más duro de la etapa, cuando se le abre el apetito a una veintena de corredores especialistas en el terreno, el catalán le da duro, siempre sentado, y abre hueco con algunos del Sunweb y con Schachmann, un alemán del Bora de gran clase. Y, sintiéndose en estado de gracia, Soler da otro golpe en el Suc au May, y hasta parece que se va a ir solo, y no hace más que mirar para atrás y no ve acercarse a nadie, y así está cuando a sus espaldas, como el rayo, surge Marc Hirschi, el tozudo suizo que aparece y le pasa volando, y desaparece en la distancia, y el talento le desborda.
En la distancia, la banana mecánica del líder Roglic, desinteresada por el resultado de la etapa, vigila tranquila, y a su rueda todos los favoritos.
Hirschi no es uno de ellos aún, aunque va tan rápido que en 12 etapas ya ha ascendido a clarinetista solista, por lo menos, y nadie duda de que acabará como los mejores, pianista o violinista en un concierto de Chaikovski, o algo más, porque corre como lo haría Mozart, con una gracia increíble. Es suizo de Berna, como su amigo y mentor Fabian Cancellara, que le aconseja todos los días, tiene 22 años, fue campeón del mundo sub 23 a los 20, en la Innsbruck de Valverde, y debuta en el Tour. Y lo hace con la boca abierta y el apetito de un turista novato ante el buffet de desayuno de un buen hotel, al que se lanza para atracarse, y de todo repite, y para engañarse se obliga a pensar que quizás no pueda comer por las obligaciones del turismo. Los turistas, sin embargo, se empachan y maldicen su gula, pero Hirschi, al contrario, cada día que pasa después de un atracón parece más ligero, y más fuerte, como camino de Sarran y su final repleto de repechos y trampas. “Duermo bien y recupero mejor”, dice, “y tenía en la cabeza desquitarme de la etapa de los Pirineos, y ese recuerdo hizo que no me creyera que iba a ganar hasta el último kilómetro”. Hirschi, y su barbita de barbilampiño, ya apareció el segundo día, la sombra de Alaphilippe en Niza, y reapareció con una escapada salvaje en la Hourcère hasta el descenso del Marie Blanque, donde nada más ser alcanzado a menos de dos kilómetros de Laruns se apretó las zapatillas para disputar el sprint a los fabulosos eslovenos, que le ganaron por un suspiro. En el Limusín de Poulidor nadie le alcanzó a Hirschi, un reptil en los descensos, una columna vertebral que parece de goma ajustada a la barra, y solo asoma de la bici su cabecita, que volverá a asomar.
De los volcanes del Averno a la cumbre del Macizo Central
El Tour, como el Masters de Augusta y otros grandísimos eventos, tiene la capacidad de convertir en tradición milenaria novedades que se incorporan a su liturgia uno o dos años antes, como la llamada etapa del Strava, que será el viernes, la 13ª.
En un navegador así registra y publica todos los días su datos récord Tadej Pogacar, otro debutante que piensa que hay que atiborrarse en el desayuno por si acaso. Y así lo hizo en los Pirineos, donde dio de pensar a los grandes favoritos, Roglic y Egan, y quizás en los 191,5 kilómetros entre Châtel Guyon, rozando el Puy de Dôme, y la cima del Puy Mary (1.783 metros), la cumbre del Macizo Central en el Cantal de terneras, toros y cabras, volverá a hacerlo. Es un volcán al que se asciende por el duro y corto Paso de Peyrol (5,4 kilómetros al 8,1%).
Es la etapa del Strava porque Thierry Gouvenou, el dibujante del Tour, la trazó siguiendo las estadísticas del navegador, que registran las carreteras ignotas más usadas por los cicloturistas. En 2019 se estrenó con la etapa de Champagne que ganó Alaphilippe saltando como un tapón. El perfil de la de 2020 parece la espalda de un erizo, con siete puertos puntuables (dos primeras y dos segundas), y decenas de cuestas que asustan.
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