Sagan ya ni manda ni gana nada en el Tour
El eslovaco, descalificado de un sprint en el que quedó segundo, entre Ewan y Bennett, al final de una etapa en la que Ion Izagirre se retiró herido tras una caída
Toc, toc, toc, toooc… Los golpes del destino en la puerta no los da el viento sino las rotondas que alimentan las pesadillas, y suenan catacrac, y los ciclistas se revuelven en la cama, inquietos, no quieren monstruos por la noche, quieren olvido, bastante les recuerda al martes de carnicería junto a las playas y los criaderos de ostras los chillidos de su cuerpo dolorido —a Nairo, le duele el culo, con un buen hematoma; a Guillaume, la espalda, a un par de docenas más todo el cuerpo, como a Nicolas Roche, que aún no ha encontrado la pulsera que perdió en un trompazo con una mediana—, o, si no queda más remedio que recordar, que les proyecte su alma imágenes placenteras, montañas de aire puro, y que en vez de catacrac les llegue otra música, quizás Catamarca, pero solo les despierta finalmente el zumbido de los motores de los cortacéspedes y sopladoras de hojas y papeles que, al parecer, todos los vecinos de La Rochelle con jardín se han puesto de acuerdo para poner a su máxima potencia a las ocho de la mañana.
Pero la realidad se venga de sus pesadillas y el viento sopla de cara, la etapa la viven tranquila y el recorrido, por los campos de Poitou sin límites, sus bosques, y las pacas de paja envueltas como bombones en plásticos de colores pastel, es, en efecto, Catamarca, la canción, un pueblito aquí, otro más allá, y un camino largo que baja y se pierde, y es la fiesta del Deceuninck y sus percherones que con todo pueden, los días de catacrac y los días de paz. Silban al frente del pelotón y al fugado, que hace de señuelo, Ladagnous, le atan corto y le torturan, le dejan cocerse contra el viento, pero la fiesta del equipo belga se la revienta en el sprint, cuando las sombras son ya de atardecer largo, Caleb Ewan, la mosca que no abandona la espalda de Bennett, y por segunda vez en el Tour, como un muelle disparado mete los riñones antes que el irlandés y le supera por dos centímetros.
Antes, atravesando un pueblito, una aldea llamada Lavausseau, de carretera estrecha, Ion Izagirre, a quien la maldición del Tour no abandona, choca de cabeza y cuerpo, catacrac, contra un muro, empujado por otra caída. Conmocionado queda en la acera sentado, ido, y sufre traumatismo de la rodilla y la muñeca derechas, y acaba la etapa en ambulancia. Hace tres años, cuando Valverde se rompió la rodilla, el guipuzcoano precioso para Supermán en el Astana se rompió la espalda en el prólogo del Tour.
Sagan ni se cae ni se rompe nada, pero tampoco gana y cuando más cerca está de hacerlo —terminó segundo el sprint, un centímetro después de Ewan, un centímetro antes de Bennett— tampoco le vale de nada, pues los comisarios del VAR ciclístico no le pasan una y le descalifican, y Jalabert, uno que ha sido sprinter y ha sufrido, con caídas memorables, la ley de la locura que rige en los últimos 200 metros de cada etapa, comenta en la televisión que la descalificación es injusta.
El sprint lo lanza Van Aert, el más vistoso y polivalente de los ocho de la banana mecánica, como le gusta al Jumbo llamarse, pues, dicen sus relaciones públicas, son la naranja mecánica(aquella selección holandesa de Rinus Michels y Johan Cruyff) del ciclismo, y su maillot es amarillo. Sagan arranca a la espalda del coloso belga, quien, sin embargo, se queda sin fuelle a 50 metros de la meta y más que impulsor es freno de los que remontan, un obstáculo que, para abrirse paso hacia la victoria, Sagan, a quien cierra la puerta junto a las vallas, aparta con un empujón ligero de cabeza y hombro. Pero Sagan es como los árboles, cuando más rápido crecen antes se secan, y, a los 30 años, ya lleva un lapso de 14 meses sin ganar. <CW-20>Si no hubiera sido descalificado, habría batido un récord muy saganiano, pues, con 23 segundos puestos en el Tour, habría roto el empate a 22 con Zabel y Sean Kelly. Y tiene 12 primeros puestos en la grande boucle, el último el 10 de julio del 19. “Fue una maniobra habitual y no peligrosa”, subraya Jalabert, cuya opinión, parece, ya no cuenta nada, en un Tour al que ni el viento de cara frena.
Con viento de cara, la etapa se corrió, como diría Valverde, sumamente rápido y sin necesidad, a casi 42 de media, la velocidad de crucero casi de un Tour que acelera hacia las montañas del fin semana (viernes y domingo), preámbulo de los grandes Alpes, donde, como en los Pirineos, volverá a registrarse récords de tiempo en las subidas. Y que nadie piense mal, dicen las gentes del ciclismo, este año del coronavirus se va tan rápido porque todos han llegado frescos al Tour, y han mejorado su forma y su sangre multiplicando, en tantas fechas libres de competición, sus estancias en altura en varias concentraciones de tres semanas a más de 2.000 metros. Y eso es mucho vatio, prometen.
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