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Ciclista rico, ciclista pobre

Alfred Le Bars y el barón de Montaund, dos clases sociales en la misma carrera

Jon Rivas
Le Bars.
Le Bars.

Morlaix, en la Finisterre francesa, podría aparecer bajo la lupa que aumenta la aldea gala de Asterix en los libros del héroe de cómic. En su silueta se adivina lo que parece un acueducto, como si los romanos, que estaban locos según Obelix, hubieran recibido el permiso de los irredentos galos para construirlo.

Pero no es tal; de cerca se desvela su verdadera función. Es un viaducto para el ferrocarril que une Brest con París, casi 300 metros de largo, 52 de alto. Alfred Le Bars no sacó un billete para viajar en tren, sino que cabalgó en su bicicleta durante 500 kilómetros en 18 horas y media. Quería tomar parte en la fantástica aventura del Tour, producto de mentes calenturientas. Era 1907. Le habían dado unos cuantos consejos y una dirección, la de la fábrica de bicicletas Labor, en el número 23 de la calle Maurice de Cleves, en Neully-Sur-Seine. Por entonces, a las afueras de la capital. Pidió hablar con el director del equipo de la marca deportiva, Alphonse Baugé. “Hizo increíbles esfuerzos para conseguirme una bicicleta”, contaba Le Bars a Cyclisme-Magazine muchos años después. “Había pagado cinco francos para la inscripción, pero L’Auto nos concedió también una asignación de cinco francos diarios a todos los corredores no pertenecientes a marcas profesionales, así que al menos, la manutención no salía de mi bolsillo”. Corrían sin luz, en carreteras sin pavimentar. Sólo dos o tres coches seguían a los corredores.

Salida de madrugada

Le Bars, hermano de ciclistas, contaba las tribulaciones de un jornalero de la bicicleta: “El primer día salimos de París hacia Roubaix a las seis de la mañana. Eran 270 kilómetros. Era de día y fue algo excepcional. En las siguientes etapas, la salida fue a las tres de la madrugada”. Llevaba dos muslos de pollo, unas costillas de cordero, pastel de arroz y un termo de té con leche. “A los cuatro kilómetros sufrí una caída terrible. La bolsa de la comida se desparramó, pero lo más grave es que la llanta de mi rueda delantera se había roto al golpear la acera. Me veo plantado allí, al costado del camino completamente inútil y apesadumbrado”. Pero llegó un buen samaritano. “Un espectador se me acercó y me ofreció su bicicleta. Era una máquina ordinaria, pero fue mi salvación”. Acabó en Roubaix en el puesto 77º, y terminó el Tour vigesimosexto, entre los 33 que llegaron. En 1975, ya anciano, se hizo una foto con Eddy Merckx, cuando Morlaix acogió la salida de una etapa.

Ese primer día de 1907, después del accidente, Le Bars adelantó a un trío de ciclistas muy curiosos. Los tres no se separaban nunca. Uno de ellos era notoriamente peor que los otros dos, que le esperaban en cada tramo y le ayudaban a arreglar la bicicleta. Cuando los dos mejores aceleraban, escuchaban la voz del tercero que les gritaba: “¡Por favor, caballeros, tenemos todo el tiempo del mundo!” Al llegar a la meta, dormían en los mejores hoteles y comían en los restaurantes más exquisitos. El líder del grupo, el peor ciclista, era el barón Henri Pepin de Gontaund y sus ayudantes, Henri Gauban y Jean Dargassies, buenos ciclistas, pero pagados para ayudar en el capricho del barón de participar en el Tour. La aventura duró cinco etapas, hasta que se cansó. Pagó a sus domésticos —el nombre viene de esa edición—, como si hubieran completado la carrera, y cogió un tren hacia Toulouse, su ciudad. Antes, el noble había tenido tiempo de socorrer a otro ciclista, Teychenne, paisano suyo, perdido durante una etapa. Esa noche durmió en la suite del barón.



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