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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Miedo

Toda mi carrera había sido una persecución para controlar y eliminar ese temor que se iba haciendo mayor cuando las competiciones eran más importantes y que jamás disminuyó

Andoni Zubizarreta
Leo MessI, durante un partido con el Barça.
Leo MessI, durante un partido con el Barça.Urbanandsport/NurPhoto (Getty Images)

¿Les he contado alguna vez lo del miedo?

Ya, ya sé que hay muchos tipos de miedo y mucha gente que lo sufre de forma física directa cada día. No es un asunto menor ni baladí como para entrar en las páginas de deportes. De hecho, nadie en las páginas de deportes habla de él… salvo que lo tenga dominado y controlado, siempre presente, pero envuelto en celofán en algún lugar del cerebro.

Si por algo admiramos a los deportistas, al menos yo lo hago, es porque los vemos desafiar a todo y a todos sin sentir ese miedo que a todos nos pesa un segundo antes de apagar la luz de la mesilla de noche o justo en esos momentos de duermevela en los que repasamos los asuntos del día y de la vida.

Y pensamos que son inmunes, que su capacidad competitiva les ha llevado a pasar esa pantalla y vivir en un nivel superior al nuestro.

Yo, como todos ustedes, pensaba así cuando empecé en esto del fútbol y creía que ese miedo que sentía cada mediodía antes de un partido y que me cerraba el estómago impidiendo que los espaguetis llegasen a buen puerto, yo pensaba que ese miedo se iría pasando, que los veteranos controlaban mucho mejor el asunto y que ya iría aprendiendo a convertirlo en confianza, y hasta una cierta soberbia que me haría el mejor de los porteros, el más insensible a todas las presiones, a todas las exigencias y hasta a todas las derrotas.

En los 20 minutos de regalo que mi carrera me permitió en el estadio Felix-Bolaert de Lens, mientras goleábamos a Bulgaria y yo sabía que nunca volvería a jugar al fútbol, sentí dos sensaciones contradictorias: ya no tenia miedo (al menos al fútbol) y que toda mi carrera había sido una persecución para controlar y eliminar ese miedo que se iba haciendo mayor cuando las competiciones eran más importantes y que jamás disminuyó.

Y eso es lo que llevan encima esos modelos de la sociedad: miedos, dudas y abismos (sí, ya sé que usted prefiere los coches, las casas y las cuentas corrientes, pero eso llegará otro día).

Imagínense este mismo texto pero escrito por el mejor jugador del mundo, aquel que lo ha ganado todo y a quien nos encomendamos cuando todo está perdido.

Imagínenselo, si pueden, puesto en escala universal, retransmitido segundo a segundo como la principal noticia de un mundo asolado por una pandemia.

No, no pueden, no puedo, no podemos. Ni debemos.

Pero ustedes y yo sabemos que el miedo nos lleva a hacer cosas irracionales, imprevisibles, inimaginables. Y en eso somos todos absolutamente iguales. Todos.

E imaginen si en el otro lado de la discusión te encuentras a alguien (también desolado por el miedo, tal vez hasta por el pánico) que solo entiende la relación como una lucha de poder, como un “sálvese quien pueda”, como un “qué hago para que esté contento”, alguien que lo supedita todo a apagar el miedo del otro porque considera que su miedo es mi destrucción. Y como en las viejas películas del Oeste, ha ido alimentando la locomotora con todos los combustibles que ha tenido a mano hasta que se ha quedado solo con su pala y con la caldera apagada.

Y por supuesto, nada de partir desde ese miedo primero para reconocerlo y, segundo, para encontrar vías de comunicación, hasta de desencuentro para plantear soluciones diferentes; nada de ser capaz de visualizar ese miedo, valorarlo y decidir salir al campo a jugar el partido con tus trabajadas soluciones (¿les he dicho ya que el trabajo y la acción son grandes antídotos para el miedo?) y afrontar cara a cara la exigencia y las dudas del mejor.

¿Qué puede ser más apasionante que eso y, a la vez, dar más miedo?

A partir de ahí, si uno no reconoce su propio miedo, llegan las excusas, los culpables, las justificaciones, los intereses.

Y si, además, el asunto se da en un momento difícil y convulso, con una nueva normalidad que ni es normalidad ni, evidentemente, es nueva, en un momento político embarrado, emponzoñado, negro, qué mejor que una gran mancha de tinta de fútbol que lo oscurezca todo, que lo disimule todo, que lo tape todo.

Pues eso, chapapote para todos.

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