El ciclismo de siempre, como nunca
La Vuelta a Burgos reinaugura, bajo estrictas medidas sanitarias, una temporada internacional interrumpida el 15 de marzo
Felix Großschartner, un chaval austriaco de 26 años, luce al ganar un espectacular bigote pelirrojo sobre su boca abierta en gran sonrisa, y todo desaparece cuando sube al podio a la sombra de las ruinas del castillo de Burgos oculto bajo un tapabocas cuyo color, morado, verde, blanco, cambia según va cambiando el color de los maillots que se le imponen en el escenario, tan austero, tan castellano, como el páramo que bajo el sol de mediodía ha atravesado, azotado por el viento y las caídas, el primer pelotón de gran ciclismo que por primera vez desde el 15 de marzo pasado se ha puesto en marcha.
Todo ha comenzado en la Vuelta a Burgos, la única competición que mantiene las fechas previstas (hasta el sábado 1) y a la que, por ello, le ha tocado inaugurar el regreso, ensayar la eficacia de las medidas adoptadas por la Unión Ciclista Internacional (UCI) para que la competición no se convierta en foco de contagios, acoger la impaciencia y la ansiedad de tantos ciclistas, jóvenes impacientes, que llevan semanas deseando que se les dispare la adrenalina, que todos los vatios derrochados sobre los rodillos o en entrenamientos interminables en montañas solitarias se transformen en fuego en la competición.
Para ser admitidos en la carrera, todos los ciclistas han debido presentar un PCR negativo en las 72 horas anteriores. Burgos ha salido con 152 corredores, dos menos de los inscritos, por la baja de dos ciclistas del Israel Start-UP Nation, Itamar Einhorn y Alex Dowsett, quienes, pese a PCR negativos, no han salido ya que, antes de viajar a Burgos, estuvieron en contacto con su compañero Omer Goldstein, quien se quedó en Girona tras dar positivo.
Bajo el toldo del podio burgalés, una fuentecita de la que brota, al pisar con el pie un pedal, no agua sino gel hidroalcohólico con el que se lavan las manos los pocos que suben, las azafatas, que no dan besos sino golpecitos con el codo, las autoridades, que entregan con delicadeza botellas y trofeos, y los ciclistas enmascarados que, como dice Großschartner en inglés, a metro y medio del periodista que empuja su micrófono con una pértiga de dos metros, se sienten felices por volver a ser lo que son y más felices aún por haberlo hecho bien en su regreso.
En el ciclismo de la nueva normalidad, la de la convivencia inevitable con la covid-19 y sus brotes, que, balbuceante, ha esperado casi hasta agosto para recomenzar una temporada interrumpida en la penúltima etapa de la París-Niza, cuando aún no era ni primavera, solo es extraño el decorado, el mucho silencio en las salidas y las metas desaconsejadas al público, los protocolos de distanciamiento en el control de firmas, en los hoteles —un equipo por planta si hay varios en el mismo hotel, y comedor privado para cada conjunto—, en todos los espacios de convivencia en los que el pelotón, auxiliares, técnicos, directivos, se convierten en una burbuja de burbujas. El resto es ciclismo como el de siempre, como el que se convierte en una batalla en el Páramo de Masa, tan desnudo que en verano en su territorio se llega a un pueblo y a sus chopos o pinos como se llega a un oasis.
El fenómeno Evenepoel
Y en la carretera, un poco de viento y la voluntad de un par de equipos, Trek, Deceuninck, convierten al pelotón en varios grupos de supervivientes, y antes, en una caída dura, algunos, como Sebastián Henao, un veterano de Antioquia, o Gijs Leemreize, un holandés gigante y 20 añitos, casi debutante entre los grandes, se dejan huesos rotos.
De las burbujas se ríe Remco Evenepoel, el chavalillo que a todos enamora y todo lo quiere ganar. No de la burbuja sanitaria, por supuesto, que él promociona y aconseja. Evenepoel, profeta del distanciamiento, y practicante siempre que puede, se ríe del pelotón como rebaño protector. Si de la mayoría de sus compañeros se puede decir que padecen agorafobia, miedo al espacio abierto, a la soledad en la carretera, y se reagrupan y se ayudan y crean pelotones y leyes propias dentro del grupo, un espacio en movimiento en el que cada uno sabe cuáles son su sitio y su misión, Evenepoel padece claustrofobia, necesita estar solo, libre, sentir la caza del pelotón a sus espaldas, y al pelotón le desafía a 40 kilómetros de la meta, después de los abanicos.
Como los campeones, sus acciones no son consecuencia de las circunstancias, sino madre de las circunstancias a las que todos deben responder. Después de asustar a todos, y emocionar a la gente ante su tele, Evenepoel levantó el pie. Y todos recordaron que a sus 20 años y ni dos temporadas de profesional, ya ha ganado el Tour de Bélgica, el campeonato de Europa, la Clásica de San Sebastián, en 2019, con 19 años, y las Vueltas a San Juan y al Algarve este 2020, todo lo que ha corrido hasta ahora. Se le espera, le esperan Valverde, Landa, Mas, Sosa, Carapaz..., los mejores escaladores, mañana en la subida al Picón Blanco, en Espinosa de los Monteros, y el sábado en las Lagunas de Neila.
Y a todos, Burgos les abrió el apetito y las ganas de soñar con lo que queda, con los campeones a los que se dejó parados en marzo peleando por un Tour en septiembre, un Giro en octubre, una Vuelta en noviembre, con las grandes clásicas de primavera en verano y en otoño. Por el ciclismo de siempre, aun enmascarado.
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