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Augusta era una fiesta

Fallece Sergio Gómez, eterno agente, jefe y amigo de José María Olazábal

Carlos Arribas
Sergio Gómez, a la derecha, junto a Olazábal, con la chaqueta verde, ante la casa club de Augusta, en abril de 2000.
Sergio Gómez, a la derecha, junto a Olazábal, con la chaqueta verde, ante la casa club de Augusta, en abril de 2000.Fede Perex

¿Qué es Augusta?, examina el veterano al novato muy leído que acude por primera vez a cubrir el Masters. Y el novato tan leído suelta de memoria, sin respirar, de corrido, la retahíla perfecta: chaqueta verde, Seve, azaleas, Magnolia Lane, sándwiches de huevo y de pimento cheese a un dólar, Amen Corner, prohibido correr, millonarios en bermudas haciendo negocios sobre hamburguesas y vasos de limonada, un roble gigantesco, Bobby Jones, Tiger Woods, Olazábal, Sergio García, Viernes Santo, donuts para desayunar, gintonics infames, riojas en vasos de plástico a 20 dólares, tiendas que lo venden todo… y, claro, golf… y se queda sin atributos al tiempo que sin aliento, y espera que quien le examine le dé un sobresaliente, claro. Bien, pero no, le responde. No está todo, no, te has olvidado de Sergio Gómez.

Augusta era una fiesta completa solo cuando a la vuelta de la esquina de la casa club ante la que se fotografían en cola ordenada cientos de turistas aparecía Sergio Gómez, anunciado por el humo de su cigarrillo (o de un habano, a veces) y por su voz alta e inconfundible. Solo entonces, cuando Sergio, después de haber conducido el Cadillac que le prestan para llevar a Olazábal hasta la puerta del club, se sentaba en un banco bajo un árbol enorme para esperar a que se cambiara su chico, la gente podía decir, ya estamos todos. Si, por cualquier razón, reunión de negocios, enfado con alguien, dolor de alma, Sergio no aparecía, Augusta era un día nublado. Se podía pasar, sí; pero no disfrutar.

Junto a Sergio, en el banco, o en una hamaca vecina en el porche, nos sentábamos todos, y esperábamos a que hablara para enterarnos, de alguna manera, de lo que había pasado el día anterior. Y no eran cotilleos lo que contaba, sino píldoras de sabiduría envueltas en anécdotas interminables, en verdaderas exhibiciones de cultura y conocimiento del golf y del mundo que nos hacía llegar humilde, más tarde también, paseando por detrás de las cuerdas los 18 hoyos del Augusta National Golf Club mientras su chico, Olazábal, hacía música con los palos y la bola y su seriedad y su alegría cuando al golpe perfecto le seguía el putt medido y templado hasta el agujero.

Todo el mundo lo decía, qué pareja tan rara. Si estuviera en una gran agencia, a Olazábal le lloverían los contratos, podría llevar pegatinas hasta en el culo, como jugadores mucho peores que él que ganan 10 veces más. Pero, y lo decían como regañándole, y mirando con falsa piedad su niki Lacoste, el cocodrilo, la única publicidad que siempre llevó, si es que ni lleva gorra (la gorra, el espacio reservado para la publicidad de los palos), va blanco… Y Sergio… Sergio ganaría mucho más solo con el porcentaje de los contratos, y podría tener todos los jugadores que quisiera, su agencia propia. “Olazábal valora más la libertad que el dinero”, explicaba siempre Sergio, con la paciencia de un maestro ante un alumno obtuso. “Más contratos publicitarios significan que le debe dar más días libres a los patrocinadores para sus actos sociales o para jugar con ellos… Y a eso no renuncia Olazábal”. Y Sergio no soltaba a la presa y la encadenaba con una charla sobre la degeneración del golf que comenzó cuando los drivers dejaron de ser de madera, cuando la tecnología y los músculos mataron al talento, cuando la potencia mató a la poesía. Pero lo contaba sin nostalgia mala, sino sabiendo que para seguir siendo bueno tendría que adaptarse, y cómo se adaptó, añadía. Y en mitad de esos cambios, justo después de que Tiger Woods los hiciera evangelio, Olazábal ganó su segundo Masters, 1999 (Y Sergio perdió una apuesta de 20 dólares), justo después de estar dos años tirado, maltratado por una rara enfermedad de la que salió por toda su enrome fuerza de voluntad y por el trabajo de Sergio, que nunca le dejó desistir.

Olazábal nunca quiso a más mánager que Sergio ni Sergio a más jugador que aquel al que conoció en 1978 cuando era un niño de 12 años, hijo del greenkeeper del campo de Jaizkibel, que le daba palizas a todos los socios. Él era un comercial, un representante que recorría el mundo vendiendo cuchillas de afeitar Palmera y herramientas, y, como si fuera su padre, llevó al niño Olazábal a Gran Bretaña, donde ganó el British Boys, y al año siguiente el British Youths y después el British Amateurs. Y ya nadie les pudo separar.

Olazábal es la poesía; para Sergio el golf tiene que ser poesía, ritmo, acento desde el swing, y él es su narrativa, el análisis perfecto de cualquier golpe, la frustración que no sabía esconder y transformaba en cabreo, y en conversaciones agitadas con Maite, que prefiere adelantarse y dejarle solo cuando se pone así, que es cuando las cosas no salen como espera, y la alegría y la soberbia, casi, pues nadie en el mundo sabía más de golf que él, que alargaba horas después en la barra del grillroom del club, latón brillante, camareros negros, chaquetillas amarillas, mínimo hielo en los vasos, no hay rodaja de limón, con un tinto y una charla infatigable. Le gustaba hablar pero no para que le escucharan sino para escuchar a los demás, para intentar saciar su insaciable gana de saberlo todo de todo. Hablaba con el camarero y con el chaval que recoge las colillas del suelo con un pincho, y con el presidente del club, que le susurra alguna confidencia al oído, o con el mánager de otros jugadores, o con otros jugadores, o con sus caddies o con los CEOs de empresas que cotizan en Wall Street, y todos le conocen y se paran a escucharle, y todo, todos, salen, salimos, más sabios después de aprender de él, el que aprende de todos.

Fueron la pareja perfecta a los que la pasión, siempre, el sentimiento, les permitía ser tan diferentes en un mundo de estereotipos, contables y aspirantes a millonarios. Y conseguía, claro, que todos quisieran ser como ellos. Quién fuera Sergio. Pobre Augusta, ahora que ha muerto, de cáncer, en San Sebastián. “He llegado a los 75”, dijo hace nada, feliz, celebrando un triunfo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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