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Las 10.000 mentiras de Lance Armstrong

El ídolo abatido ajusta cuentas consigo mismo en un documental de más de tres horas que estrena ESPN esta madrugada

Lance Armstrong en 2010, en una conferencia de prensa en la que se defendió de las acusaciones de Floyd Landis. En vídeo, el tráiler del documental. Foto: Getty
Carlos Arribas

“Cuando mi vida dio el giro que dio pensé que allá donde fuera siempre habría alguien que se me acercara y, enseñándome un dedo corazón, me gritaría fuck you, jódete. Pasan los días, pasan los meses, pasan los años, y nadie me grita el fuck you. Hasta creo ver en la cara de alguno, en la mirada, que me lo va a gritar, ¿me lo vas a gritar, eh?, pero nada. Han pasado cinco años. Estoy en Denver en un apartamento y llamo a un Uber, que espera enfrente, al lado de un bar. Cruzamos la calle, y se me acerca un tipo que me dice, ¡eh, Lance!, ¿qué pasa tío?, le respondo, y él se me acerca con el dedo, fuck you, fuck you, fuck you! Y seis o siete colegas se levantan de la terraza y le hacen coro a gritos: fuck you, fuck you, tramposo de mierda. Mi compañera me dice, venga Lance, entra en el coche, seguro que piensa, porque me conoce, que me voy a echar encima y darle una paliza al tipo, y eso habría hecho, seguro, la mayor parte de mi vida, porque estoy muy cabreado, y sé que tengo que hacer algo, yo soy Armstrong, no permito que me hagan eso, esto no puede quedar así. Entro en el bar y le doy al camarero mi tarjeta de crédito, me da igual lo que hayan tomado o lo que vayan a tomar o comer, aunque sea lo más caro, yo invito, pero con una condición, tienes que salir y decirles, muchachos, Lance os invita y os envía su amor. Hay gente que nunca se calmará. Siguen enfadados y lo estarán el resto de su vida”.

Fundido en negro. Comienza la vida.

Lance Armstrong ya ha sublimado toda su historia, su ascensión y su desintegración, e integrado en su psique el “desastre nuclear” que supuso su caída en diciembre de 2012 tras la denuncia de su excompañero Floyd Landis –el borrado de su historial, de sus siete Tours, como si nunca hubieran existido, la pérdida de su fundación contra el cáncer, de sus sponsors, de Nike, de Trek, los juicios por fraude…-- no como algo inevitable sino como lo mejor que le podía haber pasado, y solo después de eso llega Armstrong, que ya tiene 48 años, a las conclusiones definitivas, a las confesiones que jalonan las casi tres horas y media del documental Lance, que, dirigido por Marina Zenovich, emite ESPN en Estados Unidos en dos partes (domingo 24 y domingo 31) justo después de la serie sobre Michael Jordan, otra mirada a los ídolos del deporte que Estados Unidos ha regalado al mundo.

Lance Armstrong es un niño de Texas educado por un padre adoptivo educado en una escuela militar que le da un apellido que le gusta mucho porque suena bien, como una buena marca comercial, mejor que Gunderson, su apellido biológico, y palizas cotidianas por desobediente. “Le traté como a un animal, le inculqué la necesidad de ganar a cualquier precio. Le di órdenes y no abrazos, pero sin esa educación, Lance no habría sido el campeón que fue”, dice el padre que no fue, y Lance lo acepta, y sigue definiéndose como el chaval de Texas que llega al ciclismo y se integra en su cultura, la cultura del dopaje.

La cultura de la mentira.

“No voy a mentirte. Tampoco digo que los que dicen lo contrario estén mintiendo. Te voy a decir mi verdad. Mi verdad no es mi versión de los hechos sino la forma en que los recuerdo”, empieza Armstrong, y luego, empieza a hablar de la mentira, y la película no es una retahíla de autojustificaciones, sino un ajuste de cuentas de Armstrong consigo mismo. “Nadie que se dopa dice la verdad. Solo puedes ser honesto si nadie te pregunta. En cuanto te preguntan, mientes. Quizás solo mientes una vez si solo te lo preguntan una vez, pero en mi caso fueron 10.000 mentiras porque me lo preguntaron 10.000 veces. Y luego es inevitable dar un paso más, y enviar a tomar por culo a quien te lo pregunta, y le amenazas, y empiezas a denunciar a la gente [su jefe de prensa, Yogui Müller, hacía listas negras con los periodistas que preguntaban], y eso es 100 veces peor. Todos mentimos”, dice el que fue el tirano del Tour entre 1999 y 2005, y con mucho gusto. “Yo tenía que haber sido diferente. La agresividad, la violencia, el deseo de aniquilar a todo lo que se me oponía, era algo que me venía muy bien sobre la bici, pero esa forma de ser no funciona en la vida real”.

Lo dice después de pedir perdón a Emma O’Reilly, la masajista que denunció que era mentira que su positivo por corticoides en el Tour del 99 se debiera a una pomada permitida, pues se los había inyectado conscientemente, y a la que Armstrong llamó “puta” para desacreditar su testimonio. “¿Lo peor que he hecho en mi vida? Quizás la forma en que traté a Emma O’Reilly, y cómo hablé de ella. Fue probablemente lo peor, sí. Fui un idiota”, confiesa, y añade en su lista expiatoria a Filippo Simeoni, el ciclista italiano que testificó que Michele Ferrari [médico italiano sancionado por dopaje, alumno de Francesco Conconi y profeta de la EPO a principios de los 90, responsable del dominio del Gewiss de Berzin, Argentin, Colombo, Furlan, Riis…] era el entrenador de Armstrong. En una etapa del Tour de 2004, Simeoni se escapó y el norteamericano, con el maillot amarillo, fue tras él y le neutralizó, le insultó como un sicario insulta a un chivato, y, mirando a la cámara, hizo el gesto mafioso de ponerse una cremallera en su boca. “Fui un puto gilipollas. Me hicieron falta muchos días para aprender y darme cuenta de lo que había hecho. Lo que pensaba que era malo era en realidad mucho peor”, dice.

El perdón que pide no se lo ofrece a Landis, quien le denunció, quien, dice, no entra en la categoría de “perdonable”. “Podría irme peor”, asegura. “Podría ser Floyd Landis. Me sentiría fatal todo el día. Lo sé de verdad, sé que Floyd lo pasa fatal”.

Y cuenta su historia, la historia del ciclismo europeo en los años 90, la vieja tradición del conocimiento que se pasan los campeones unos a otros. La historia de la EPO.

“Empecé a doparme a los 21 años, en 1993, cuando fui campeón del mundo, pero solo con cortisona y estimulante. Siempre supe lo que me ponía. Siempre preguntaba cuando me iban a inyectar algo y siempre tomé yo la decisión. No aguantaba a los médicos que me decían no preguntes. Me eduqué en dopaje, sabía lo que me ponían y lo acepté.

En el 93 los rumores de EPO en el pelotón eran tremendos ya. En el 94, todos los días me quedaba, me machacaban, me comía los mocos. Yo solo iba con cortisona, gasolina de bajo octanaje. Los demás, con EPO. Eso era alto octanaje, combustible de cohete. Y esa fue la decisión que tuvimos que tomar. La EPO recorría el pelotón como un incendio salvaje, incontrolable. Era una Epodemia. Tenía que alcanzar a esos motherfuckers”.

Eddy Merckx había enviado a su hijo Axel a entrenarse con Ferrari. En 1995, Axel, ficha por el Motorola de Armstrong en 1995, que usa también bicis fabricadas por el caníbal. “Le pedí a Eddy que me presentara a Ferrari y en el invierno del 95 comencé a trabajar con él. Fue una relación totalmente confidencial. Era muy directo, sí, pero conmigo funcionó. Yo hacía al pie de la letra todo lo que me ordenaba. Su lema era ‘menos es más’, y cuando le decíamos que en el pelotón se hablaba de tal o cual sustancia atómicas, él nos decía: dejaros de bobadas, lo único que necesitáis es glóbulos rojos. ¿Que si el doping fue el causante de mi cáncer en verano del 96? No sé. No conozco la respuesta. No puedo decir que no, porque no sé. Pero siempre pienso que la única vez en mi vida que tomé hormona de crecimiento fue en la temporada de 1996, y en mi cabeza siempre da vueltas la noción de que si la hormona de crecimiento hacía crecer y multiplicarse todo lo bueno en mi organismo, quizás también hiciera crecer lo malo”.

Cuando ganó su primer Tour, en 1999, a Lance le preguntaron cómo era posible estar tan fuerte después de haber superado un cáncer en un deporte que todo el mundo sabía era un cultivo de dopados. Él, el antiguo Lance, respondió desafiante: “quizás la quimioterapia tenga cualidades para aumentar el rendimiento, jeje”.

Lance se estrenó en enero en el Festival de Sundance, pero Armstrong lo vio en première en diciembre junto a la directora, Marina Zenovich, que grabó ocho entrevistas con el norteamericano. “Cuando le ofrecí la idea, aceptó de entrada, aunque luego apreció arrepentirse. Pero me dijo que le podría preguntar lo que quisiera, que no habría territorio vedado. Quizás no intuía cuánto le iba a presionar, y le presioné y le presioné intentando llegar a la verdad”, explica Zenovich, quien antes de empezar apenas sabía nada de la historia ni de Armstrong. “No creo que Lance disfrutara viéndolo. No es algo fácil de ver. Algunas partes le gustaron, otras no. No sé qué esperaba que saliera, pero sé que siempre fui sincera y honesta con él. Y creo que él fue increíblemente honesto y sincere en sus respuestas, salvo en aquellas cosas en las que no quiso profundizar. Lo que me estaba diciendo es que él, en su círculo más íntimo, ya ha pasado página porque no ha tenido más elección”. A sus amigos, Armstrong les dice que el documental no le ha gustado nada, que se ha sentido engañado, él.

Es un Armstrong sentimental y conformista el que termina emergiendo en los últimos planos. Una rabia sentimental le hace echar una lágrima por Jan Ullrich, el único ciclista al que ha respetado siempre y por cuyo descenso a los infiernos de la depresión y locura culpa a tanta prensa que nunca le respetó después de su caída en la Operación Puerto. O la de Marco Pantani, muerto. Él, aunque también crucificado, se ha salvado: “Puedo dormir todos los días sin problemas, puedo vivir a gusto conmigo mismo”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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