Hamilton, Alonso, Sainz... El guapo es el nuestro
El fichaje del madrileño por la escudería italiana viene a confirmar el talento que se le presuponía al piloto, una vez despojado de recelos y apellidos
Cuesta aventurar si no quisimos o no pudimos verlo, pero uno de los grandes grandes errores que cometimos los aficionados españoles con Lewis Hamilton fue subestimar su belleza. Pecamos de novatos, de inocentes. Nos habíamos subido al carro de la Formula 1 con los primeros zarpazos de Fernando Alonso y nos encantaba dárnoslas de ingenieros los domingos, a la hora del vermut. Hablábamos del paso por curva con una familiaridad espeluznante y a golpe de vista nos sentíamos capaces de destripar el diseño de un chasis o de un alerón: de repente, como el uso correcto de las rotondas, la aeronáutica ya no tenía secretos para nosotros. Tampoco el mundo de la alta competición, dicho sea así, en general. Este era el país del fútbol por antonomasia, el de los dos grandes colosos, el de Perico Delgado e Indurain, el de Ángel Nieto, Jorge Martínez Aspar y Álex Crivillé, el de Severiano y Txema Olazábal, el Arancha, Conchita y la Armada Invencible, el de Carlos Sáinz padre... Nos encontrábamos, como sociedad consumidora de espectáculos deportivos, en el punto idóneo de maduración para zambullirnos en el Gran Circo de las cuatro ruedas pero alguien, por error u omisión, olvidó explicarnos la importancia del glamour.
Aquel joven Hamilton que sacó de sus casillas al asturiano -y por añadidura a todo un país- atesoraba las grandes cualidades exigibles a un fantástico piloto pero también un físico demoledor. Era, por así decirlo, endiabladamente rápido y furiosamente guapo: el reclamo perfecto para cualquier escudería y una competición que ha sabido explotar como pocas su imagen de marca. Alonso, nuestro paladín en aquella batalla, representaba las esencias del oficio. Era un artesano con cuello de toro y manos de pianista, un Psycho Killer en el mejor sentido de la expresión, un procesador multitarea de última generación. El otro, “el inglés”, se nos antojaba un producto de laboratorio aupado a los mandos de un Mclaren por su nacionalidad y el mecenazgo de Ron Dennis, más preocupado según esta teoría por hacer patria que por cosechar buenos resultados. No quisimos ver -o no pudimos, insisto- el verdadero potencial de un coloso sobre el asfalto y frente al photocall, un James Hunt de ébano adaptado a los nuevos tiempos: razonablemente malo, insultantemente bueno. Las leyendas de la Fórmula 1, pues así lo dicta su especial naturaleza, se construyen ganando carreras pero también ausentándose de una rueda de prensa en Paul Ricard para desplazarse a París y asistir al homenaje póstumo del mundo de la moda a Karl Lagerfeld.
De un modo similar y a la vez distinto, a Carlos Sáinz Jr. le ha tocado lidiar durante demasiado tiempo con nuestros principales prejuicios como aficionados y como país. Pocas etiquetas cuestan menos dinero en España que la de “hijo de” y haber nacido guapo, pletórico en diseño y ejecución, no ayuda. Su desembarco en la Formula 1 nos pareció el capricho de un padre con posibles y buena prensa, la ascensión subvencionada del niño bonito frente a los cientos de Sennas que se quedaban por el camino: anónimos, pobres como ratas, sin espejo mágico que mejorase lo presente. Su fichaje por Ferrari viene a confirmar el talento que se le presuponía al piloto, una vez despojado de recelos y apellidos. Le esperan un futuro abonado para la gloria, una escudería de alta costura y un país entero detrás, todavía frotándose lo ojos porque no será fácil asimilar que, esta vez sí, el guapo es el nuestro.
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