¿Michael Jordan? Amén
Ahora cuesta creerlo pero existió un debate sobre si era el mejor jugador de baloncesto de los Estados Unidos
Tantas veces se disfrazó Dios de jugador de baloncesto que a Michael Jordan solo le quedó un camino posible hacia la revancha: poner el mundo a sus pies y obligarlo a persignarse. Ese gesto ritual que los cristianos aprendemos durante la infancia, casi como una primera rutina de tiro, lo acompañaría durante toda su carrera como un pequeño triunfo de la idolatría. Compañeros, rivales, periodistas, espectadores, el propio Dios disfrazado de Spike Lee o de Jack Nicholson para disfrutar del 23 en primera fila... Todos, en alguna ocasión, hemos sentido la tentación de improvisar la señal de la cruz en su presencia, empujados por esa capacidad antinatural de banalizar lo improbable y normalizar lo imposible, necesitados de ser niños otra vez para poder atribuir a lo divino los límites ultrajados de lo humano.
Ahora cuesta creerlo pero, antes de que el tiempo pusiera las cosas en su sitio, existió un cierto debate sobre si Michael Jordan era, no ya el mejor deportista de todos los tiempos, sino el mejor jugador de baloncesto de los Estados Unidos. Las sombras de Magic Johnson, Larry Bird, Kareen Abdul-Jabbar o Julius Erving eran tan alargadas que la voracidad del escolta fue tomada coma una muestra de debilidad, el flanco débil por el que atacar su reinado. Jordan jugaba para Jordan, para engrosar sus estadísticas y satisfacer su ego, mientras que sus antecesores representaban la mística del auténtico baloncesto, el único juego del mundo donde para ser señalado como el mejor no bastaba con demostrarlo. El debate brotaba tan contaminado desde la raíz que incluso su increíble capacidad de vuelo era vista como un deshonor entre los puristas, el cyborg que venía a imponer las nuevas tecnologías -cuerpo de acero líquido, muelles de adamantium- a quienes seguían venerando el viejo concepto naismithiano de “pelota en una canasta”. La explicación más plausible para semejante ejercicio de negacionismo podría ser que el término “revolución” todavía no estaba preparado para envolver todo el significado del que lo acabaría dotando Michael Jordan.
Como sus defensores en el campo, sus detractores fuera del mismo se pasaron media vida esperando a que cayera pero Jordan nunca caía, todo lo contrario: se suspendía en el aire, rey de los hilos invisibles, y aguardaba imperial a que los demás bajasen brazos y argumentos para incluirlos, otra vez vencedor, en sus fotografías. Alguna vez descendió a los infiernos -no demasiadas y casi siempre alejado de los pabellones- pero sobre el parqué pocas veces concedió el más mínimo resquicio a la duda. Y pese a todo lo dicho, tan insaciable era Jordan que incluso el honor de ser su mayor crítico lo reservó para él mismo: “He fallado más de 9.000 tiros en mi carrera. He perdido casi 300 partidos y en 26 ocasiones he confiado en mí para anotar la canasta de la victoria y he fallado. He fracasado una y otra vez... Y esa es la razón por la que he tenido tanto éxito”, dijo en una ocasión. Dejaba así entrever una de las características que deberían alejarlo definitivamente de Dios en cualquier comparativa presente y futura: ni de él mismo tuvo piedad, amén.
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