Cruyff en la memoria
Tanto empeño pusieron los verdugos en enterrar su legado, en ensuciar su memoria, que un día se despertaron y descubrieron que estaban todos muertos menos él
A Cruyff nunca se le dio bien morirse del todo, quizás por ser una de las pocas cosas que no sabría hacer mejor que el resto o, simple y llanamente, porque no le apetecía demasiado: con él era imposible determinar cuándo dos más dos son cuatro o un aspa de molino. Uno de los dichos populares más famosos de Galicia asegura que “a San Andrés de Teixido vai de morto quen non foi de vivo”, pero ni los cientos de años que sostienen una de las tradiciones orales más ricas de Europa nos sirven para certificar su adiós como definitivo. Para los gallegos, sorpréndanse, morir no es merecimiento suficiente para entrar en el reino de los cielos y Cruyff entendía los entresijos del galleguismo como nadie, eterno holandés volador en medio de la escalera.
Ya como futbolista le costó horrores legitimar a las muchas voces que, una y otra vez, anunciaban su final. En Barcelona, a día de hoy, sigue sin resolverse el misterio de cuándo, exactamente, dejó Johan de defender la camiseta azulgrana. Hay quien asegura que se declaró invisible tras su primera temporada y también quienes defienden que todavía sigue ahí, entrelazado a los nuevos tejidos Nike Breathe como un hilo conductor inagotable. Sea como fuere, lo que sí es constatable es que cierto día hizo las maletas y buscó un primer nicho dorado en los Estados Unidos de América, no sin antes disfrutar de un homenaje en Ámsterdam que pretendía ser deportivamente póstumo y terminó convertido en desafío. Años más tarde, el hijo pródigo volvería a vestir la camiseta ajacied, pero también la de su máximo rival, una última resurrección autoimpuesta para asegurarse el acceso a su particular modo de venganza: demostrar que él, Hendrik Johannes Cruijff, siempre tenía la razón y que solo Cruyff podía proclamar la defunción futbolística de Cruyff.
No murió mucho mejor como entrenador, al menos no en el sentido que solemos concederle a la parca en términos profesionales. Tanto empeño pusieron los verdugos en enterrar su legado, en ensuciar su memoria, que un día se despertaron y descubrieron que estaban todos muertos menos él, un poco como en aquella película de M. Night Shyamalan pero mejorada con su inconfundible sello del yoísmo. Directivos de entonces y periodistas de ahora lo intentaron por todos los medios pero sin demasiado éxito. También directivos de ahora y periodistas de entonces pero esta es, ya, harina de otro costal. Para Van Gaal fue un espectro tenebroso que lo perseguía sin descanso, muy al estilo de la Santa Compaña, y con el ascenso de Rexach asistimos al primer intento de encerrar su espíritu en una botella. El resultado fue una mezcla entre la novia de Frankenstein y Un pez llamado Wanda, un cruce de comedias corregido con el paso del tiempo, cuando Cruyff volvió a dirigir los designios del Barça sin necesidad de sentarse en el banquillo.
Hace unos meses, ante los micrófonos de La Sotana, un enlutado Sergi Pàmies –nada es casual– confesó que él ya era “cruyffista antes de ser culé”. Es el tipo de anomalía hermosa y novelesca que uno se puede permitir cuando ya acumula cierta edad y, además, ha vivido en el exilio. Lo único que podemos concedernos algunos, en cambio, es el placer de restregarle la partida de nacimiento por la cara, que no es poco premio para un enano frente a un titán. Una buena amiga suya, Milena Busquets, me contó un día que por Barcelona se cruza a menudo con un señor que siempre viste camisas arrugadas, al que encuentra elegantísimo. No quise decir nada en aquel momento pero desde entonces vivo convencido de que ese personaje anónimo bien podría ser el Johan, aún en espíritu. Sería el tipo de cosas que siempre se le dieron extremadamente bien: hacernos dudar incluso cuando todo apunta a que se ha puesto serio, que es, en mi opinión, la forma más elegante de morirse y permanecer para siempre vivo en nuestra memoria.
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