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Warholm gana, pero se queda lejos del récord de los 400m vallas

El estadio se convierte en una pequeña África en las gradas y en las pistas, con triunfos de Edris, Chepkoech y Nakaayi, y brilla la adolescente ucraniana Yaroslava Mahuchikh

Carlos Arribas
Karsten Warholm llega primero por delante de Benjamin y Samba.
Karsten Warholm llega primero por delante de Benjamin y Samba. David J. Phillip (AP)

No, Karsten Warholm no batió el récord del mundo. Tampoco descendió de los 47s en la final de todas las finales, la de los 400m vallas, que ganó (4742s), como había ganado la final del Mundial de Londres hace dos años. La plata fue para el norteamericano Rai Benjamin (47,66s) y el bronce para el qatarí Abderramán Samba (48,03s). Ninguno de los tres estuvo a la altura de las esperanzas que habían despertado. Solo cuatro atletas en la historia han descendido de 47s en la prueba de las 10 vallas y las 13 zancadas entre cada una. Tres son ellos, tres jóvenes con todo el atletismo por delante. El cuarto es Kevin Young, el norteamericano que batió el récord del mundo (46,78s) en Barcelona 92 y que, 27 años más tarde, aún sigue esperando, deseando, que alguien se lo quite. Todos reúnen las condiciones, pero ninguno sabe cómo hacerlo.

El más dotado es Warholm, el noruego de 23 años entrenado por el veterano técnico Leif Olav Alnes, cuyo lema, “la codicia es buena”, extraído de la película Wall Street, no puede ser más contrario al espíritu de la prueba que reclama tanto ritmo como velocidad. “El factor clave reside en la capacidad del vallista para controlar la velocidad”, recomienda a los chavales Young, quien batió el récord de Edwin Moses a los 25 años. “Técnicamente se llama velocidad mantenida. Yo sé por experiencia que, pasados 200m, el cuerpo te pide velocidad, que aceleres. Si lo haces, estás muerto. La última valla acabará contigo”. Justo eso es lo que hace Warholm, que sale a comerse el mundo, y ya no es el Warholm de las semifinales, el que corría tan fluido y suave que parecía que ni había vallas en su pasillo. “Me dolía el pecho”, dijo el noruego para explicar una marca que no se esperaba y que le hizo torcer el gesto cuando al cruzar la meta lanzó rápido la mirada hacia el marcador a su izquierda. Había llegado a la primera valla en 5,5s. El 200m lo pasó en 21,4s, y allí aceleró para hacer la curva del 300m en 12,2s (paso en 33,6s). En el último 100m, agotado, debió gastar 13,8s.,

 Pasión africana

A las cuatro de la tarde, centenares de personas esperan tumbadas en las zonas de césped que rodean el estadio, tranquilos bajo el sol que arde. Esperan que el capataz les dé las entradas para el atletismo y una recompensa. Son trabajadores africanos, kenianos, etíopes, ugandeses, a los que les han dado la tarde libre en la obra para que vayan a llenar el estadio de pasión y de vida. Y cuando lo hacen, lo hacen a la perfección, tan profesionalmente como ponen ladrillos o ensamblan cofres para el hormigón y las ferrallas de los rascacielos, pero no lo hacen ni silenciosos ni sumisos, sino orgullosos y radiantes. Ante ellos se desarrolla una gran tarde de atletismo.

Ingebrigtsen, quinto en los 5.000m

El estadio Khalifa de Doha se llena de África en las gradas, y en la pista los atletas africanos les agradecen alegría, gritos, cánticos y banderas con victorias y grandes marcas. Alguna victoria no sorprende, como la de Muktar Edris, el que frustró la perfecta racha de Mo Farah imponiéndose en Londres en 2017, quien lidera el doblete etíope en los 5.000m por delante de Selemon Barega, y lo hace con una gran marca de 12m 58,85s, la tercera mejor de los Mundiales: con él se vuelve a los terrenos de debajo de los 13m que un Mundial no pisaba desde que Eliud Kipchoge derrotó a El Guerruj y a Bekele en París 2003. La gran esperanza europea, el chaval noruego Jakob Ingebrigtsen, debió lanzarse en plancha, más agotado que nada, para terminar la carrera, quinto (13m 2,93s).

Tampoco extraña para nada la exhibición de la keniana Beatrice Chepkoech, que tiene una cuenta pendiente con una final mundial, y con la norteamericana Emma Coburn, y se la cobra con creces. En Londres se equivocó en una vuelta de que tenía que atajar en una curva para saltar la ría pero se dio cuenta a tiempo. Dio marcha atrás y saltó, y siguió aunque había perdido 50 metros, desventaja que creció cuando se tropezó y se cayó ante un obstáculo. Pese a todo volvió y peleó para terminar cuarta. Ganó Coburn, la misma que observa desde lejos en Doha como Chepkoech se escapa rápido y corre sola, con las rivales distanciadas, y gana con esplendor y hasta bajando de los nueve minutos bate el récord de los campeonatos (8m 57,84s), cinco segundos menos que Coburn, a quien la mejor marca de su vida solo le vale para ser segunda.

Nakaayi y el orgullo de Semenya

Una victoria sorprende y despierta tanta alegría en las gradas y entre los aficionados que entienden más allá de las banderas como en la propia ganadora, la ugandesa Halimah Nakaayi, diminuta y brava ganadora de los 800m (1m 58,04s), que baila feliz una Chiganda (una danza típica del centro de Uganda) acompañada de su compatriota Winnie Nanyodo (cuarta), y las banderas de sus compatriotas en los asientos se agitan, y celebra su victoria, que significa que el oro de la prueba sigue siendo africano pese a que las reglas de la IAAF contra la hiperandrogenia (excesiva producción de testosterona) que ha dejado fuera de combate a las mejores, Semenya, de Suráfrica; Niyonsaba, de Burundi, y Wambui, de Kenia, el podio de Río. También es la victoria del coraje de una atleta que en la semifinal se abrió paso con brazos y dientes entre atletas que le sacaban una cabeza y que la mantenían encerrada en su calle interior. Y lo baila sobre unas Nike atómicas último modelo, blancas, con una cámara de aire sobre la suela y la placa de carbono que hace de muelle, a la vista. En la final, ninguna de las dos favoritas, las norteamericanas Aje Wilson y Raevyn Rogers, supieron cómo combatirla. Quedaron segunda y tercera, respectivamente.

2,04m a los 18 años

La revelación de la noche no fue africana, pero a las gradas no les importó, ya se habían ido sus ocupantes terminadas sus carreras. La protagonizó una ucraniana de 18 años y 11 días llamada Yaroslava Mahuchikh, quien no ganó pese a saltar 2,04m, récord mundial sub 20, una marca magnífica que le valió solo la plata porque el oro se lo llevó la gran favorita, la rusa Mariya Lasitskene, el tercer oro mundial de una saltadora que, como en Londres hace dos años, no tendrá derecho a escuchar su himno desde el podio por el castigo que no se le levanta al atletismo ruso y sus dopajes. La plata de la adolescente Mahuchikh, un talento de 1m 81 y 55 kilos que ya ha sido campeona juvenil del mundo y Europa llamado a cavar con el viejo récord de Stefka Kostadinova (2,09m), y el bronce y el cuarto puesto de la norteamericana Vashti Cunningham y la también ucraniana Yuliya Levchenko (ambas 2m, ambas 21 años) anuncian que el salto de altura ha iniciado una nueva de edad de oro para reemplazar con fuerza a la generación de Blanka Vlasic y Ruth Beitia. “Me ha sorprendido con qué madurez y fortaleza ha saltado Yaroslava”, dijo Lasitskene, quien suspiró cuando la ucraniana, después de saltar 2,04m, renunció a seguir sobre 2,06m, rindiéndole ya el oro. Lasitskene pidió entonces 2,08m, una altura con la que no pudo. “Estaba cansada de verdad”, dijo la ucraniana de trenzas en diadema sobre la cabeza. “

Y tan bien iba la noche, tanto se había calentado el ambiente y tanto había crecido la excitación que nadie en el estadio dudaba de que la final de los 400m vallas acabaría convertida en la madre de todas las finales. Pero cuando Warholm decepcionó ya no estaba África para apreciarlo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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