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Roglic cede la maglia rosa del Giro y hace feliz a Italia

Masnada gana en la tierra del Padre Pío al final de una larga fuga controlada que deja de rosa a Conti

Carlos Arribas
Roglic, con el maillot rosa, junto a sus compañeros del Team Jumbo, durante la sexta etapa del Giro.
Roglic, con el maillot rosa, junto a sus compañeros del Team Jumbo, durante la sexta etapa del Giro. LUK BENIES (AFP)

Solo del cansancio emergen fuertes los campeones verdaderos. El Giro es la liturgia de la fatiga y la paciencia, el fuego lento que cuece al baño María a voluntariosos aspirantes en etapas de seis horas, de casi 240 kilómetros, que permiten separar el grano de la paja. Por Molise desconocida, la Extremadura de Italia, maravillas que los turistas no saben apreciar, por pueblos como Mafalda o Isernia, un poco de inteligencia, o de memoria, se filtra en los duros caletres de los directores, tan brutos como siempre pero que, como alcanzados por un extraño rayo de inspiración y miedo, y una señal caída del cielo, la caída de Roglic, ileso, deciden contradecir sus hábitos. Ya no fuerzan a la fuga a los más débiles, sino a corredores duros, resistentes, peligrosos, instrumentos de una estrategia que piden lluvia a las nubes que empiezan a cubrir el cielo frío y que esperan que ante la explanada de Renzo Piano en San Giovanni Rotondo, en la Apulia, ante el Gargano estremecedor que marca el tacón de la bota en los mapas, al terminar la etapa comience a contarse un nuevo Giro.

Los que no se fugan trabajan atrás, sea cuál sea su perfil, su talento, su valor, como lamentaba ya hace 40 años Patrocinio Jiménez, un espectacular escalador colombiano, un escarabajo de talento al que fichó el Teka para hacer de mula laboriosa en las etapas llanas y ventosas de la Vuelta que le dejaban sin jugo para cuando llegaban sus montañas. Por la noche se quejan los chavales maltratados. Piden pastillas para dormir porque el cansancio ya se nota a los cuatro días de carrera tensa y viento y el sueño no llega. Muchos se cortan dentro del pelotón. No resisten ni la rueda de sus compañeros que aprietan el culo al ritmo intenso que imponen lo amarillos de Roglic, dispuestos a una cesión ordenada de la maglia rosa. Como a los niños tejanos les cuentan lo del Álamo a todos ellos les han hablado de L’Aquila. Recuerda L’Aquila, les dicen, y Amador estuvo allí y está acá. Estuvo allí en 2009, en la etapa de los Abruzos en la que se produjo la famosa fuga de todo el pelotón que dejó a Basso de barro y a David Arroyo de rosa hasta el penúltimo día. Está aquí, con otros 11 corredores tan buenos como él, pese a que cenando, la noche anterior, se negaba a creer que fuera posible repetir un L’Aquila. “Ya nadie se deja emboscar. Nadie se arriesga perder ni el premio de consolación”, dice desencantado. “Ya todo está mucho más controlado. La fantasía está muerta”.

Sin embargo, como un científico debe, sale en fuga, libera fantasía sobre el asfalto, y comprueba en la práctica que está en lo cierto. El caos no llega, ni la lluvia. Solo el control lejano, casi apático. Un L’Aquila de los tiempos actuales, sin sustancia.

Impaciente pedalea Amador deseando que llegue la lluvia, que termine el llano, que la carrera llegue a los últimos 40 kilómetros, donde le reclaman los montes en los que entre chumberas pastan felices las búfalas, donde intentará y no podrá ganar ni la etapa ni la rosa. En el sur profundo es el día de Italia, de dos jóvenes duros y sin gran historial que se conchaban para ir a por todo. Para Fausto Masnada, bergamasco del Androni, la etapa; para el romano Valerio Conti, una maglia rosa, y se santigua, que querrá recuperar ya hasta Verona Roglic en la contrarreloj del domingo. Mientras tanto, aunque Conti no es Nibali, el último italiano que había vestido de rosa, y no ganará el Giro, Italia está feliz con el triunfo de sus ciclistas modestos.

Más que en la ciencia los ciclistas creen en la metafísica y en sus milagros, tan complicado es su oficio. En la hermosa iglesia que hizo Piano está enterrado el Padre Pío, el santo capuchino de hábito marrón como el café es el más querido por los ciclistas italianos, que, no pudiéndose confesar ya con él, como hizo Bartali, el piadoso, o sonreírle con respeto y poco más, como le trataba Coppi, siempre a las malas con una iglesia que le excomulgó por querer a una mujer que no era su esposa, imitando a Cipollini se encomiendan a sus estigmas. Al Rey León no le bastaba encomendarse a Dios y al lado de la estampa del Padre Pío, fallecido en 1968, llevaba pegada en el manillar al diablo en forma de estampa de Pamela Anderson. No muy lejano estaba en espíritu Helenio Herrera, quien aprovechando un desplazamiento de su Inter a la vecina Foggia pasó por el convento del capuchino y le dejó un donativo muy generoso. Al fraile no le gustó nada el gesto y le dijo, “¿qué?, ¿te crees que puedes comparar así el partido? Pues no, mañana ganará el Foggia”. Y así fue.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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