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ALIENACIÓN INDEBIDA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cicatrices

Hay derrotas que castigan la carne, a modo de latigazos, y otras que se sienten en el hueso, como los cambios de tiempo

Rafa Cabeleira
Ter Stegen observa la pelota en su portería en el tercer gol del Liverpool.
Ter Stegen observa la pelota en su portería en el tercer gol del Liverpool.PHIL NOBLE (REUTERS)

Hay derrotas que castigan la carne, a modo de latigazos, y otras que se sienten en el hueso, como los cambios de tiempo. Lo sucedido el pasado martes en Anfield encaja a la perfección en el segundo apartado: un naufragio tan predecible como improbable, esa borrasca que se anuncia en la cadera o en las rodillas mientras disfrutamos del sol en una terraza.

Negocio cruel este del fútbol que solo atiende a resultados. No se limita al balance de los méritos ni al peso de las jerarquías. Da y quita con una facilidad pasmosa, al estilo del amor o de la salud –el dinero es otra cosa- con la salvedad de que la derrota no siempre lo convierte a uno en perdedor, o no del todo. La Holanda de Cruyff pasó a la historia pese a perder aquella final de la Copa del Mundo frente a Alemania. La Quinta del Buitre no levantó ninguna Copa de Europa pero todavía hoy mantiene su estatus como uno de los estandartes del mejor fútbol español. Pelé nunca marcó el gol de Pelé.

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El Barça que cayó eliminado frente al Inter de Mourinho, o ante el Chelsea de Di Mateo, no era el mismo equipo que se dejó hasta los empastes en Liverpool o en Roma: se parece, sí, pero luce diferentes cicatrices. El de hoy es un club empeñado en dilapidar una herencia que parecía inagotable, harto de sí mismo, dirigido por una cúpula ministerial que entiende el deporte como una serie de sumas y restas, intolerantes con el pasado y obsesionados en reescribir el futuro por el mero hecho de fijar su impronta. Para bien o para mal, el Barça actual es un club distinto, convencido de que todo comienza y termina en Leo Messi porque aceptar otras premisas implica repartir méritos con aquellos a los que, por unas razones u otras, se pretende descatalogar cuanto antes.

Hace unos años tuve la suerte de compartir un café con Doménec Torrent y otros protagonistas secundarios del que muchos siguen considerando el mejor equipo de la historia. “Debe ser difícil manejar un vestuario con un tipo tan especial como Messi”, preguntó alguien en un momento de la conversación. “Lo difícil es manejar un vestuario sin él”, contestó inmediatamente Lorenzo Buenaventura. Y es que sobre los hombros del argentino suelen recaer no solo los grandes elogios, también el peso de las peores derrotas, convencidos muchos culés de que nada se mueve hoy día en el Camp Nou sin el beneplácito de su gran estrella. Y posiblemente tengan razón: en sí misma, la afirmación no carece de cierta lógica.

Sin embargo, hay algo dramático en afirmar que la derrota de Liverpool se puede cargar en el debe de Messi. También en sostener que todo habría sido distinto si Ernesto Valverde se alineara de manera dogmática con los postulados primeros del cruyffismo, en pretender que Valverde sea Guardiola. Lo cierto es que el Barça generó oportunidades suficientes para marcar y cerrar la eliminatoria pero no lo hizo, de ahí que ahora se encuentre ante el mismo debate que Messi lleva posponiendo con sus goles largo tiempo: asimilar la enésima derrota como una nueva cicatriz o aceptar que este club -que un día fue el epicentro del fútbol mundial por su estilo innegociable- se mira en el espejo y ya no se reconoce.

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