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alienación indebida
Columna
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La marabunta

Con Tiger Woods sucede algo similar a lo que ocurre con Pep Guardiola: se han convertido en un fenómeno que trasciende al propio individuo

Rafa Cabeleira
Tiger Woods, este miércoles en un entrenamiento.
Tiger Woods, este miércoles en un entrenamiento.LUCY NICHOLSON (REUTERS)

“¿Qué voy a hacer? Pues aguantar la marabunta”, dijo Jon Rahm al enterarse de que compartiría partido con Tiger Woods durante, al menos, las dos primeras jornadas del Masters de Augusta. Y no es una cuestión menor, por más que el instinto nos empuje a asociar el deporte profesional con la presencia masiva de público. El de Barrika ha jugado antes rodeado de una gran expectación, flanqueado por gruesas hileras de espectadores que lo acompañan de tee a green durante todo el recorrido, que sacan fotos y gritan a destiempo, pero la marabunta asociada al Tigre no se puede comparar con ninguna otra forma de expresión popular dentro del golf actual. Porque el de Cypress no solo ha cambiado su deporte para siempre, también ha modificado algunas palabras del diccionario.

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Del efecto devastador provocado por esa marabunta que rodea las apariciones de Tiger pueden dar fe casi todos los grandes nombres del panorama actual: Thomas, Fowler, DeChambeau, Stenson, Spieth, Reed… Todos ellos han compartido vueltas con Woods desde su regreso a los campos de golf y a todos les ha podido el peso de tantas miradas, el exceso de ruido, la devoción incontrolada que provoca el californiano y a la que ni él mismo es del todo inmune, pese a la costumbre. Su padre, que fue el primero en intuir la magnitud del asunto que se traían entre manos, aprendió a utilizar el ruido como parte de las rutinas de entrenamiento del joven Tiger: lo interrumpía, lo molestaba, lo insultaba… Ahora, convertido en todo un veterano al que ya le brilla una lustrosa coronilla en cuanto se quita la gorra, la marabunta sigue siendo uno de los hándicaps más importantes a los que debe enfrentarse en cada partido, en cada torneo.

No hay aficionado al golf que no quiera ver a Tiger Woods luciendo, de nuevo, la chaqueta verde de Augusta National. O quizás sí, quién sabe: el mundo hace tiempo que da muestras palpables de haberse vuelto loco. Incluso sus rivales, muchos de ellos inoculados con el virus del golf por el propio Tigre, esbozarían una sonrisa de satisfacción si el próximo domingo viesen su nombre en lo más alto de los tableros informativos al final de la jornada. A eso aspira la famosa marabunta a la que hace referencia Jon Rahm, heredera de aquella Arnie’s Army que acompañaba a Arnold Palmer cuando nadie podía imaginar que el golf acabaría coronando a un nuevo rey, un rey de ébano que aspira a superar el récord de Jack Nicklaus pero que, casi desde su misma eclosión, ha batido todas las cotas de carisma que en su día alcanzó el Gran Oso Dorado. Pero hay algo más.

Con Tiger sucede algo similar, salvando las distancias, a lo que ocurre con Pep Guardiola. Muy a su pesar, ambos se han convertido en un fenómeno que trasciende al propio individuo para convertirlo en un objeto de percepción global, un todo al que alabar o criticar sin término medio ni matices de ningún tipo. Ha habido muchos más a lo largo de la historia del deporte pero, en el caso concreto del americano y el catalán, uno tiene la sensación de que la famosa marabunta aspira a ser testigo de la gran tragedia histórica. Casi podría decirse que son la versión deportiva del diestro José Tomás: ya no importa tanto verlos triunfar una vez más como poder presumir de haber estado presentes el día que murieron, definitivamente, en una plaza.

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