Mr. Manchester City
A menudo, el fútbol nos devuelve una imagen un tanto distorsionada de lo que deberíamos entender como un hincha pata negra, representado por figuras amables como la del fallecido Bernard Halford
Ha muerto a los 77 años de edad Bernard Halford, el alma del Manchester City. De él supimos algunos gracias al magnífico reportaje de Lu Martín, publicado en esta misma casa, y desde entonces tratábamos de adivinar su presencia en aquellos estadios donde los azules disputaban sus partidos. Es el tipo de juego que uno puede plantearse con la ayuda de las cámaras de televisión y la complicidad de los realizadores británicos, más atentos con la mitología de cada club que en otros lugares de Europa: jamás le vi, lo reconozco, pero siempre estaba.
Aseguraba Halford, en aquel febrero de 2015, que tan solo se había perdido un partido de su equipo desde que a los ochos años pisó por primera vez las gradas de Maine Road, antigua casa de los citizens. Había muerto su suegra y Mr. Manchester City, como lo conocía todo el mundo en la ciudad, tuvo que elegir entre acudir al Westfalenstadion de Dortmund o acompañar en tan amargo trago a su esposa, Marion. Optó por lo segundo, demostrando que el amor a unos colores puede convivir con otro tipo de afectos, incluso con cierto sentido de la responsabilidad.
A menudo, el fútbol nos devuelve una imagen un tanto distorsionada de lo que deberíamos entender como un hincha pata negra, más próxima al fanatismo religioso que al romanticismo bien entendido y mejor representado por figuras amables como la del ya fallecido Bernard Halford. El tatuaje, la mala educación y hasta la violencia han ido ganando terreno en un imaginario popular que nos invita a relacionar la fidelidad con alguno de los aspectos más irracionales del género humano. Argentina, Brasil, México, Turquía, Grecia, Italia, Rusia… Incluso España, aunque de un modo más difuminado, siguen ofreciendo ejemplos tangibles de cómo los grandes rebaños, estridentes y monocordes, son capaces de acumular honores que no les corresponden, siempre en detrimento del aficionado anónimo, tranquilo y devoto que suele poblar la mayoría de las gradas en cualquier estadio del planeta.
Al bar de mi abuelo, recuerdo, venía siempre el señor Regueiro a tomarse los vinos, jugar una partida de manilla y charlar con los demás parroquianos. Fue un hombre que solo enfermó para morirse porque nunca faltaba a su cita con la taberna salvo cuando el Real Madrid jugaba en el Bernabéu. Entonces se ponía su mejor traje, se montaba en un autobús y viajaba a la capital para animar –o quizás no lo hacía, quizás solo se sentaba y disfrutaba- al equipo de sus amores. Era un marinero jubilado, viudo, con una modesta pensión. También el madridista más esforzado y entregado que yo haya conocido. Pero Roberto Carlos nunca le regaló una camiseta, ni nadie en el club supo, sabe o sabrá nada de él. Debe haber miles de Regueiros olvidados por nuestra geografía, intuyo, y no pocos Bernard Halford.
“Fue un honor y un privilegio conocerlo, hablar de fútbol con él. Su conocimiento de este club era increíble”, declaró Pep Guardiola al enterarse de la triste noticia. No cuesta imaginar la obsesión del catalán por ganar la Liga de Campeones con un equipo inglés y dedicársela a Johan Cruyff, el hombre que imaginó una propuesta futbolística atractiva y trasversal, apta para cualquier cultura y bandera. Por si le faltaba alguna motivación, que no lo parece, Mr. Manchester City acaba de ofrecerle una más: llevar al conjunto blue a lo más alto ahora que su recuerdo todavía está latente.
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