La dureza del deporte de élite: “Era una máquina que ni sentía ni padecía”
La nadadora María Vilas cuenta cómo dejó la alta competición y odió la piscina por el castigo mental que sufría
“Ahora que lo he superado no me cuesta hablar de ello. Ya no duele. Es más, creo que lo que me pasó puede ayudar a otras personas", cuenta María Vilas en el vestuario del Centro de Tecnificación de Pontevedra. Es jueves y tiene la mañana libre, pero se ha puesto el bañador y ha saltado al agua para la sesión de fotos. Lo que le pasó a esta nadadora de 22 años de Riveira (A Coruña), bronce europeo en 1.500 libre en 2016 y compañera de entrenamiento del grupo de Mireia Belmonte y Fred Vergnoux, es que la burbuja en la que vivía desde que era adolescente reventó después de conseguir las mínimas para los Juegos Olímpicos de Río.
La cabeza dijo basta porque no estaba preparada para aguantar ciertas cosas del deporte de alta competición. María estaba programada como una máquina para entrenar, competir, entrenar, competir… y no quiso hacer caso a las señales que le llegaban. “Yo creo que no me di cuenta de todo lo que me venía encima hasta que exploté. Antes de los Juegos había estado trabajando con un psicólogo, pero tampoco quería rebuscar más allá, me dejaba llevar porque estaba en un punto en el que era una máquina: entreno, compito, que salga lo que tenga que salir y ya está. Te dejas llevar, era mi rutina y los Juegos mi sueño; tiraba p'alante”, cuenta.
Lloró, tuvo ansiedad, se encerró en su habitación en la Blume, buscó ayuda psicológica, paró, se alejó por completo de la natación —“llegué a odiarla”—, se puso a trabajar en Decatlón, afrontó sus problemas y ahora ha vuelto a la piscina en la que empezó y sueña con los Juegos de Tokio. Risueña, serena, feliz y tranquila. “Ahora me conozco más a mí misma, sé lo que necesito, cuando me siento de una forma, sé pararme tranquilamente y pensar: ‘Vale, ¿y por qué, qué es lo que necesito ahora?’. Como casi todos los deportistas, he tenido una adolescencia y un camino distinto de los demás. Hay gente que con 17 años ya se conoce más o menos bien; yo no, porque vivía en una burbuja, la del alto rendimiento, en la que haces cosas porque es una rutina, en la que te dejas llevar y empujar por la gente y todo sale solo. Ahora sé lo que quiero y necesito, sé autorreflexionar”, confiesa. Sabe que no quiere volver a pisar un centro de alto rendimiento y que lo que necesita es estar cerca de los suyos y tener sus momentos de desconexión sin que ello implique traicionar la férrea disciplina de la alta competición.
María empezó a nadar con cuatro años porque quería hacer lo que su hermano mayor. Su madre es monitora de natación y su padre patrón de un pesquero que faena entre Marruecos y Mauritania. “El agua es donde más a gusto me sentía”, dice. Dejó Riveira y se instaló en el centro de tecnificación de Pontevedra con 13 años. A la hora del recreo iba a la piscina a entrenarse. Mientras sus compañeros se juntaban a jugar por las tardes, ella se entrenaba hasta la hora de la cena. “Se empieza muy pronto a tener que renunciar a cosas, pero lo haces porque te gusta”, afirma. En momentos puntuales de la temporada se unía a las concentraciones del equipo nacional. En 2015 se trasladó a Barcelona con el grupo olímpico de Mireia Belmonte y Fred Vergnoux con el objetivo de conseguir la mínima para Río. Allí se dio de bruces con la realidad de la alta competición.
“El alto rendimiento tampoco tiene que ser un sacrificio, para mí era un sufrimiento porque no tenía un día de desconexión, eran las 24 horas por y para el deporte. Tienes que ser muy, muy fuerte de cabeza para poder afrontarlo. Me gusta un montón entrenar y sufrir entrenando, lo que no me gusta es sufrir fuera del entreno. No me gustaba recibir una bronca porque un sábado me apetecía salir a cenar fuera”, detalla.
“La presión me la ponía yo, no supe cómo centrarla ni cómo llevarla dentro de mí. Entrenaba, pero mi cabeza no se entrenaba. Eso, junto a hacer las cosas pensando en los resultados y en las expectativas de los demás, fue lo que más me desgastó”, matiza. Siguió con su rutina y consiguió la mínima. “Me puse contenta en ese momento, pero en mi día a día era como una máquina que ni sentía ni padecía. Lo hacía porque lo tenía que hacer, porque tenía que llegar a los Juegos, pero ya está”, confiesa. Dice que le faltaba algo, que no disfrutaba entrenando y que ese malestar la llevó incluso a abandonar una concentración en Sierra Nevada mes y medio antes de los Juegos de Río. "Mi madre se hizo 12 horas de coche para venir a pasar el fin de semana conmigo y terminé yéndome con ella", cuenta. Volvió y fue a los Juegos; no pasó de las series en 800 libre y 400 estilos.
Al mismo tiempo, decidió que a la vuelta de Río cambiaría de rutina. Se instaló en el CAR de Madrid. "Creía que allí iba a conseguir llevar mucho mejor mi día a día. Busqué ese cambio, pero seguía notando lo mismo. Iba a la piscina, me echaba a llorar y me entraba la ansiedad, hablaba un poco con Sera [Serafín Calvo, el entrenador] y me iba a la habitación a encerrarme. Otro día llegaba y era capaz de tirarme al agua, pero pasaba media hora de entreno y me tenía que salir. Fue un proceso muy duro y había días que salía de entrenar y me tenía que ir directa a la psicóloga [Sandra Tabasco]", recuerda.
Se alejó por completo de la natación —"no quería ni ver una piscina"— se mudó a un piso, trabajó con la psicóloga y encontró empleo en Decatlón. Allí, rodeada de gente que hacía deporte, volvió a sentir el gusanillo. Se inscribió a un club de natación en Alcobendas. "Pero el ritmo me lo marcaba yo, sin presión", dice. El pasado verano decidió que era el momento de volver. Optó por Pontevedra, el lugar donde empezó. "Llevo cuatro meses y me queda muchísimo para llegar a los ritmos de antes, he bajado casi 10 kilos, me he puesto en forma. Y sé que esto es lo que me va a hacer feliz". No está becada y tira de sus ahorros.
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