Di Stéfano, River y la final del Bernabéu
El superclásico de la Libertadores se puede entender como un homenaje oculto a la mayor leyenda del Real Madrid
Fue una final de infinitas finales, un caleidoscopio incesante que invitó a miradas desde todos los ángulos, contradictorias en muchos aspectos, felices y decepcionantes a la vez, hasta poéticas si el fútbol guarda memoria de sus mejores hijos. De eso también trató la victoria de River sobre Boca Juniors en el Bernabéu, el estadio que Alfredo Di Stéfano regó con el sudor de su esfuerzo.
Sin proponérselo, el partido fue un homenaje al inmortal maestro. Di Stéfano nació en Barracas, cerca de la Boca, pero se hizo figura en River Plate, antes de jugar en Colombia y de saltar a aquel Real Madrid de la posguerra, caracterizado por la ambición del presidente Bernabéu y una trayectoria decepcionante. Di Stéfano le cambió el paso al equipo y al fútbol europeo. Un decenio después, el Real Madrid era el club más importante y popular del mundo.
Pocos clubes, si es que hay alguno, le deben tanto a un jugador. Di Stéfano no edificó el Bernabéu, pero construyó su leyenda partido tras partido. Su influencia excedió los márgenes del Real Madrid. Prestigió tanto al fútbol argentino que el desembarco de jugadores no ha cesado desde entonces. Por decepcionante que fueran muchos de los episodios que han presidido esta extravagante final de la Libertadores, se podía atribuir al partido, al estadio y a la ciudad un oculto homenaje a la impagable figura de Alfredo Di Stéfano.
El pequeño y habilidoso Quintero irrumpió en el partido para ganarlo con sus regates y un golazo. No podía faltar el matiz colombiano en el territorio de Di Stéfano, ídolo en Millonarios de Bogotá después de adherirse a la huelga del fútbol argentino y abandonar River Plate. Cuando todo terminó, dio la impresión de cerrarse un círculo invisible, poéticamente irreprochable.
El partido dejó menos fútbol que fenomenales instantes. Suele ocurrir en las grandes finales. No se vuelven inolvidables por las maravillas del juego, sino por el impacto de sus fogonazos. En este capítulo, la final fue memorable: goles extraordinarios, tensión creciente, drama hasta el último instante y la feroz resistencia de Boca Juniors al resultado y a sus desgracias. Está claro que en el Bernabéu se produjo una final memorable, cerrada con el magnífico comportamiento de los equipos y sus hinchadas.
Si el fútbol admite una pizca de pedagogía, la final destacó por su efecto saludable. Situó el fútbol en un punto exacto de pasión y cordura, de reconocimiento al vencedor y de respeto al perdedor, de civismo en la grada, donde la presencia de una nutrida chavalería devolvía al fútbol la imagen familiar que tanto necesita. Se jugó la final más ardiente posible y no ocurrió nada deplorable. Al contrario, se envió un mensaje optimista: hay remedio contra la violencia. Si los clubes, los jugadores, los dirigentes federativos, los responsables de seguridad y el periodismo cumplen con su trabajo, es decir, funcionan con rigor profesional, se podrán atacar una por una las miserias del fútbol.
Aunque la noche fue pródiga en noticias positivas, la final también merece interpretarse como un fracaso de la Conmebol, incapaz de articular soluciones en el territorio que gobierna. El deber de sus dirigentes es mejorar el fútbol sudamericano, aprovechar unos recursos inmensos pero dilapidados y ofrecer una alternativa razonable al fútbol europeo, que también tiene problemas en el horizonte.
Uno de ellos, y bastante grave, es la tentación de convertir el fútbol en un abusivo negocio para privilegiados. Algo de eso también ha significado la final del Bernabéu, perfectamente organizada, con lujosos palcos llenos de políticos, empresarios, estrellas del fútbol y ricachos en general, pero disputada en otro continente, a 10.000 kilómetros de distancia de su escenario natural y del lugar que le corresponde.
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