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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ginóbili, el jugador frontera

Marcó la diferencia entre un juego de niños y una pasión convertida en profesión

Manu Ginóbili
Manu GinóbiliSciammarella

Come stai”. “Conmigo podés hablar en español. Soy argentino”. “Ah, perfecto, pues buen partido”.

¿Han estado alguna vez en Reggio Calabria? Este que les escribe tuvo que visitarla un par de veces en el siglo pasado. La ciudad de la familia Versace será siempre para mí la ciudad de los escoltas de baloncesto con ganas de marcar una época. A finales de 1993, Alberto Herreros me permitió participar activamente en la mayor anotación (42 puntos) de un jugador de Estudiantes en torneos europeos, y me hizo definitivamente consciente de mis limitaciones profesionales. “Si en un ala tengo a Alberto, y en el otro a Danko Cvjeticanin (mítico escudero de Drazen Petrovic en la Cibona), ¿no debería fundir al resto de bases de ACB en la estadística de asistencias?”. Y no había manera.

La otra visita a Calabria corresponde desarrollarla un poco más, porque los protagonistas han sido incluso más importantes para el baloncesto que mis tiradores favoritos. Estamos hablando de Emanuel Ginóbili y de Micheal Sugar Ray Richardson, un chaval argentino de 22 años en 1999, y una leyenda viva de la NBA (el primer jugador expulsado para siempre de aquella Liga por consumo de drogas) apurando en la A2 del pallacanestro su último contrato previo a la pensión que empezaría a cobrar un año después, cumplidos los 45.

“¿Me vas a defender vos?”. “Creo que sí”. “Normalmente, soy suplente de Massimo (Massimo Bulleri fue años después un jugador importante en el baloncesto italiano y europeo), pero hemos viajado sólo 8 jugadores y nos tendremos que apañar”. Además de tener la sensación de estar delante de un tipo educado, aquel partido entre mi equipo, el Forlí, y el Reggio Calabria, en el cual me pasé más de 30 minutos pegado a Ginóbili (elegí un gran día para ser escolta), resulta que me estaba permitiendo guardar para siempre la radiografía de uno de los mejores jugadores nacidos fuera de Estados Unidos en la historia de nuestro deporte. “¿Cómo es Richardson? ¿Qué te cuenta de la NBA?”. El partido lo tenían más o menos controlado, a Manu le apetecía charlar, y a mí la pregunta se me hacía rara. ¿Qué le podría interesar a un argentino veinteañero que anda por la A2 italiana de un planeta inalcanzable para todos nosotros? ¿Le cuento lo que me dice Ray que dijo Magic Johnson de él —“el único tipo que podía dominarme entonces era Sugar Ray”—, o le hablo de su incapacidad para concentrarse en una conversación debido a sus tics nerviosos provocados por aquellos postpartidos sin árbitros en las discotecas de Nueva York? La primera posibilidad parecía estar muy alejada de su nivel de baloncesto, y la segunda muy lejos de su exquisita educación.

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Casi dos décadas después de lo que estaba destinado a ser el típico partido-anécdota (¿sabéis que un día jugué de escolta en Italia con un compañero de equipo de 44 años, y me tocó defender a un chaval argentino con más nariz que yo y que me sacaba dos cabezas?), la retirada de Ginóbili tras 18 años de carrera NBA y cuatro anillos de campeón, con una Euroliga conquistada en su etapa de Bolonia, un oro olímpico al cuello y la admiración unánime de crítica y público, lo ha convertido en el Partido-Frontera de mi carrera deportiva. En un pabellón medio vacío del sur de Italia y de una segunda liga de baloncesto, resulta que se habían citado, sin ser conscientes de ello, la mítica NBA de los 70-80, con el auténtico, cerrado e inalcanzable pero también amargo sabor de aquella sociedad norteamericana, llena de personajes de documental tan basados en hechos reales, y lo que ha acabado siendo una NBA planetaria, representada por el embajador perfecto de toda una zona concreta del globo terráqueo, recién desembarcado en Europa como necesario puerto de paso previo a su sueño de infancia. Cuando los publicistas americanos se inventaron aquello de NBA, Where Amazing Happens (donde lo maravilloso ocurre), jamás pensé que me estaban haciendo partícipe del anuncio por una tarde.

Le preguntaba hace algún tiempo a Ettore Messina por las claves de su Virtus de Bolonia de aquellos años, campeona de Europa con Danilovic, Nesterovic y Rigaudeau a la que después llegaron Manu y Marco Jaric para repetir título. “Era un equipo de hombres”, fue su respuesta. Y tengo para mí que es algo parecido a lo que Gregg Popovich podría decir de sus San Antonio Spurs, tan admirados (donde Manu completó sus 16 temporadas en la NBA).

En la biografía de Ginóbili como baloncestista, siempre ha resaltado por encima de su técnica individual (claramente mejorable por su condición de zurdo cerrado), o de su tiro no tan fiable como el de muchos otros aleros de su nivel, ese concepto que Messina sintetizó con una imagen. Apoyados en el compromiso, en la responsabilidad, en la capacidad de sacrificio, en la pinta de señor que tiene ese argentino en una cancha de baloncesto, nos atrevemos con cualquiera que se nos ponga enfrente. Si algo ha dejado Manu como legado de su carrera es que nos ha permitido entender la diferencia entre un juego de niños y una pasión convertida en profesión.

Gracias, Emanuel Ginóbili, por encumbrar el papel de profesional de baloncesto que todo jugador nacido fuera de Estados Unidos soñó con representar algún día. Cuando pases por Madrid, habrá que terminar aquella conversación.

Pablo Martínez jugó en la ACB y en la Euroliga. Y en 1999 formó parte del Forlí italiano.

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