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Omar Fraile continúa la tradición española en el aeródromo de Mende

Victoria de etapa del vizcaíno en un final en el que la pareja Thomas-Froome y Roglic y Dumoulin muestran su supremacía

Carlos Arribas
El ciclista español Omar Fraile celebra su victoria en la 14ª etapa del Tour de Francia 2018.
El ciclista español Omar Fraile celebra su victoria en la 14ª etapa del Tour de Francia 2018.JEFF PACHOUD (AFP)

Una pareja en tándem domina al pelotón del Tour, que en su día 14 abrió una sucursal en el camino al aeródromo de Mende, donde ganó un español de Santurtzi, Omar Fraile, piernas de dinamita en la última ascensión, e instinto de cazador.

Ganó en un sitio con aire novelesco, de esos que permiten imaginar operaciones de contrabando nocturnas con aviones aterrizando en la hierba a la luz de cuatro antorchas, y muchos espías alrededor, y con muy malas intenciones. Un lugar con pedigrí ciclístico también. Es la etapa que inventó Manolo Saiz en 1995 para que Jalabert y Zülle emboscaran a Indurain, y donde después ganaron Serrano y Purito, que le dio celos a Contador en 2010, y donde dos franceses jóvenes y muy prometedores hace tres años, Pinot y Bardet, se olvidaron de que un inglés iba cerca y se dejaron robar la merienda. Al menos no se la comió el otro francés, dijeron ambos, y aún siguen. Ningún español ganaba una etapa del Tour desde la penúltima de 206, la Joux Plane de Ion Izagirre.

Thomas sigue líder, y segundo es Froome, sombras recíprocas en las etapas unidas por una fuerza magnética que ya le gustaría poseer a un curandero posador de manos. Los rivales les quieren hacer cosquillas para lograr no solo separarlos, sino enfrentarlos, y sobreviven.

Hay dos ciclismos, dicen los nostálgicos, y ambos se asomaron al escaparate en las carreteras estrechas de Ardèche, el asfalto áspero de la Francia tan dura en invierno y salvaje casi en verano, de pueblos medio abandonados y terneras mugiendo en los prados a orillas de ríos que excavan profundo y vertical en la tierra seca,  El ejército regular de normas estrictas y filas ordenadas a rueda de los gastadores de blanco que abren camino, detrás; la guerrilla, o la banda del Cid o del Empecinado, de amantes de la emboscada y de la lucha en cada metro, y la sangre y el instinto guiándolos, delante.

En esta sucursal de tradición, un minipelotón de 30 autogestionario, sin patrón ni más fuerza dominante que la voluntad de llegar más lejos que el que pedalea al lado, estaba Fraile, de 28 años, remero de traineras antes que ciclista y campeón que sabe cómo se hacen las cosas. En su carrera ha sido dos veces rey de la montaña en la Vuelta y ha ganado etapas en el Giro, el los 4 Días de Dunkerque, en el Tour de Romandía y en la Vuelta al País Vasco. Para conseguirlo, primero ha aprendido a elegir la etapa en la que la fuga tiene posibilidades de llegar, y después a moverse como nadie en las especiales relaciones que se establece entre fuguistas, donde la desconfianza es soberana. Se trata de cansarse lo menos posible en un ambiente de constantes ataques y defensas, arrancadas y paradas, cálculos mentales y decisiones equivocadas. Amador, que intentó disfrutar, sufrió como ningún día y acabó deprimido, preguntándose; Fraile, que habló de su “experiencia”, acabó respondiendo. Calculó el momento de arrancar, abajo, y cómo conservar fuerzas para un último cambio de ritmo que condenó a Stuyven, el primero que atacó, y descorazonó a Alaphilippe, el animoso que le quería sorprender. Llegó a meta y besó la pulsera de su novia, Eva, a quien dedicó la victoria, como se ha hecho de toda la vida.

El pelotón organizado al trantrán del Sky abucheado y recibido en los pueblos con caligulescos pulgares hacia abajo llegó disciplinado al pie de la ascensión a la Causse de Mende, la meseta abrupta y seca que se eleva sobre el pueblo. No se jugaban la victoria, ya disputada por la sucursal más de un cuarto de hora antes, pero, como ciclistas de competición que son, son incapaces de llegar a una cuesta y no buscar cómo hacerse daño. Primero actuaron los secundarios, como corresponde, como Mikel Landa, que aún está en tierra perdida, ni muy cerca ni muy lejos del podio, donde unos cuantos más. “Ataqué no tanto para ver mis fuerzas sino para ver las de los demás, ver quién estaba bien y quién estaba mal, y quien estaba mal era yo”, dice Landa, aún doliente, con triste sonrisa de resignación. Quien tampoco estaba muy bien era Alejandro Valverde, que salió triste de los Alpes, sin brillo en sus intenciones y solo se mueve sentimentalmente para ayudar a Landa, ni tampoco Bardet, quien al menos peleó hasta vaciarse y conseguir nada; Nairo estaba mejor que otros días, pero tampoco tan bien como quiere y cree que puede estar; y quienes estaban muy bien eran los del tándem simbólico, tan juntos les gusta acercarse a meta, y también, sobre todo, Roglic, el esloveno demoledor como una carga de trinitroglicerina, y Dumoulin, el holandés inteligente. Son los cuatro primeros de la general, por supuesto. Y están un peldaño por encima de los demás. Lo estuvieron en los Alpes y lo siguen estando en la transición no tan calurosa hacia los Pirineos. “Pero yo veo que estoy más cerca que antes”, dice Nairo, el optimista que le queda al Movistar, a quien le gustó tener que dormir arropado porque ya no hace tanto calor como odia, y así tuvo ánimo para decir: “No renuncio a nada”.

Pero también cedió ante el cuarteto en el que Dumoulin está aprendiendo a jugar con los sentimientos de la pareja inseparable con declaraciones que abren rendijas entre tanto pegamento. “Qué bien que me ayudara Thomas”, dijo en el aeropuerto rural. “Arrancó Froome a 200m de la cima y yo me quedé a rueda del líder, que no tardó en ir a buscar a su compañero, y me llevó con él, porque, en el fondo, tiene aún espíritu y hábitos de gregario…” El holandés ha perdido kilo y medio respecto al Giro en el que le castigó Froome, y quiere superar también la tercera semana.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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