Épicas batallas sobre dos ruedas
Dino Buzzati, que visitó una sola vez el Giro, cambió para siempre la forma en que se narra la lucha
Mis recuerdos probablemente los haya leído por ahí, pero creo en ellos y los vivo como si fueran realmente míos. Cualquiera que haya sido niño habrá dicho esta frase alguna vez en su vida, y más si de niño le gustaba el ciclismo y leía las crónicas del Tour y la Vuelta. Así, apasionadamente, memorizando frases enteras, emocionándose siempre al releerlas una y otra vez, las empotraba en su cerebro, donde la fantasía leída se convirtió para siempre en recuerdo vivido. Los héroes deportivos nacen con la niñez y duran para siempre.
Son crónicas de batallas y guerreros. De dramas que nacen del valor, de la cobardía y de las dudas de los personajes
Tourmalet, Puy de Dôme, Galibier, Mont Ventoux… Los lugares del héroe, los campos de batalla, se memorizan como las poesías en el colegio. Y los nombres de montañas desconocidas, solo imaginadas, se encadenaban en poemas sin fin, en las listas interminables a las que se les podía aplicar métrica, rima y ritmo, convirtiendo la simple enumeración en un cantar de gesta, en el hueso en el que arraiga el sueño. Aspin, Peyresourde, Portilhon, Menté, Aspet, Luz Ardiden, Alpe d’Huez, Télégraphe, Croix de Fer, Madeleine…
Las crónicas ciclistas tienen un carácter épico y sentimental no por decisión de quien las escribe, sino por obligación, porque el tema exige y elige el estilo. Son crónicas de batallas y guerreros. De dramas que nacen del valor, de la cobardía y de las dudas de los personajes, y en los que el final es secundario, una consecuencia sin más. Como dice un compañero, el cronista de deportes es un Shakespeare en zapatillas de tenis, experto en identificar la tragedia que nace de la elección moral de los deportistas (porque el deporte es moral). Se busca y se escoge a un héroe, maestro de su destino, y trazando su peripecia en el paisaje único de la montaña se ordena el caos. Bahamontes, Ocaña, Coppi, Bartali, Merckx, Charly Gaul, Anquetil… Otra lista interminable, otro poema de solo nombres propios, para rivalizar en la memoria con los puertos de los Pirineos y los Alpes y los volcanes del Averno. Su resonancia y la emoción que despiertan, su recuerdo. No puede haber más belleza.
A mediados los años sesenta, el escritor y periodista Antoine Blondin heredó de los Desgrange y Godet el privilegio de la gran crónica diaria del Tour, pero no la prosa épico-imperial que teñía de pomporrutas extraídas de redacciones de bachillerato, las páginas amarillas entonces de L’Équipe, sino solo la mirada infantil, extasiada, trastornada, que los guiaba y que él, Blondin, el cisne de los periodistas del Tour, hizo poética, épica lírica, por así decirlo, poesía del sudor.
Después de hacer la etapa en coche entre los ciclistas, Blondin se sentaba en la sala de prensa del Tour en una mesa. Ante él, una pluma, unos folios en blanco, una botella de vino y una copa de la que bebía. La inspiración llegaba lenta, al ritmo de la caída del sol, y se alimentaba no solo del vino, sino también de la visita de algunos ciclistas que le daban conversación. Así nacían las crónicas que todos leían y masticaban al día siguiente. No solo los niños las memorizaban. Los propios ciclistas las leían antes de la salida de la etapa siguiente y en ellas se reconocían y también aprendían a conocerse. Pues ese, tan grande, es el valor de la gran crónica.
Antes de Blondin —tan francés, tan hombre del medio ciclista que en los inviernos visitaba a Poulidor en su pueblo al lado de Limoges y con él bebía, comía y jugaba a las cartas—, la épica literaria del ciclismo conoció a, quizá, su padre verdadero. Fue un italiano, Dino Buzzati, un escritor que visitó solo un Giro como cronista y en sus veintipocas crónicas dejó el germen que todos los que quisieron contar el ciclismo después han devorado y dejado crecer en su interior.
En 2018, después de tantas revoluciones periodísticas y narrativas, nada sorprende. La metáfora guerrera parece ahora un recurso literario natural y obligado para contar una competición deportiva, tan sobada que hasta los propios ciclistas se sienten guerreros y generales que piensan estrategias y las desarrollan para derrotar a sus enemigos, que son sus rivales y también lo es la carretera y el viento y las montañas y el frío y el calor.
A Antoine Blondin la inspiración llegaba al ritmo de la caída del sol, y se alimentaba no solo del vino, sino también de la visita de algunos ciclistas
El ciclista Nairo Quintana, por ejemplo, cuenta que los genes militares y el gusto por el ardor y el orden guerreros le llegaron a su familia, como a todos los habitantes de su tierra, Boyacá (Colombia), directamente de Simón Bolívar. Las tropas del libertador obtuvieron dos victorias decisivas sobre los realistas españoles cerca de Tunja, el pueblo de Quintana. “El Tour es así”, dice Nairo. “Para nosotros es un gusto hacerlo batalla, y por herencia desde hace más de 200 años llevamos en la sangre la genética luchadora, organizada y estratégica. Conozco algo las batallas de Bolívar, pero no mucho, solo algo, y lo que yo hago me sale por instinto”. Resulta obvio añadir que, si no hubiera sido ciclista, Nairo habría sido soldado, como soldado del Ejército colombiano es su hermano mayor.
El ciclismo es siempre el deporte del pueblo. En la Italia de la posguerra fue el deporte de todo el pueblo, que se paralizaba oyendo por la radio las tardes de mayo, las tardes de julio, el Giro, el Tour. Un año antes del Giro de Buzzati, en 1948, Bartali, ya un viejo de 34 años, ganó el Tour y salvó a Italia, cuentan las crónicas de la guerra civil. El 14 de julio, un fascista atentó en la plaza de Montecitorio, no lejos de la Fontana de Trevi, contra Palmiro Togliatti, el líder del partido comunista, a quien hirió de gravedad. Los trabajadores proclamaron la huelga general y salieron a la calle, donde fueron brutalmente reprimidos por la policía del primer Gobierno de la Democracia Cristiana. Por la noche, el primer ministro italiano, Alcide De Gasperi, telefoneó a la selección italiana de ciclismo a su hotel de Cannes y le pidió a Bartali que ganara el Tour para salvar Italia. Es la víspera de las etapas alpinas y Bartali estaba clasificado a 21 minutos del líder, el francés Louison Bobet. Al día siguiente, Bartali atacó, y Bobet y todo el pelotón cedieron. El Intramontabile —el eterno, como le llamaban entonces— recuperó 20 minutos en la general, a poco más de un minuto de Bobet, a quien, con toda Italia con un oído puesto en las radios y con la sed de guerra ya aplacada y olvidada, remató en la etapa del día siguiente. Hasta Togliatti, que había sobrevivido a la operación quirúrgica a que se sometió a vida o muerte, saludó el triunfo de Bartali, el héroe.
Con falsa modestia, Buzzati se preguntaba si era lícito usar la analogía con los héroes de la Ilíada: Coppi-Aquiles (la fría modernidad, el protegido de los dioses); Bartali-Héctor (la antigua dureza que se apaga). Con falsa sencillez infantil, se contestó que por supuesto, que para algo tenía que valer haber estudiado a los clásicos en la escuela. Todos los que muchos años después han, y hemos, abusado de sus descubrimientos gozosos no hemos tenido siquiera el valor de preguntárnoslo. Nos surgen solos los clásicos, nos sale sola la imitación de Buzzati, que en un solo Giro, 19 etapas de 1949, escribió todos los párrafos: allí está todo lo que se pueda buscar, todas la batallas, todas las guerras, todas las metáforas y generales.
Detrás de la belleza se esconde una verdad oscura que asusta. Detrás de la del ciclista y el ciclismo se esconde una verdad, llámenla poética, luminosa, que emociona.
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