La ilusión también es verde
Durante los primeros cuarenta y cinco minutos parecía que el estadio Azteca se había ido flotando a la sombra del Kremlin
No sólo la esperanza; sucedió en Moscú la confirmación de que la ilusión también se viste de verde. Hablo de la determinación, empeño y entrega de los jugadores mexicanos al derrotar a Alemania, campeón del mundo y sinónimo de arrolladoras perfecciones, pero hablo también de millones de niños y por lo menos, cuatro generaciones de mexicanos que vivimos ya la ilusión cumplida de ganarle por primera vez a una selección alemana en un Copa del Mundo (donde ellos acostumbran quedar, si no campeones, subcampeones). Dicen los sensores que el brinco de por lo menos 22 millones de personas provocó un pequeño sismo en la Ciudad de México y supongo que –de haberles permitido un televisor en sus celdas—los tres mil niños migrantes que se encuentran separados de sus padres en la frontera con los Estados Unidos quizá pudieron gritarle gol a los barrotes, como confirmación de que la ilusión no tiene nada que ver con todos los que creen en falsas definiciones de raza pura; hoy, la pura raza le dio la vuelta a la tortilla y en una jugada asombrosa, puso al mundo de cabeza.
Durante los primeros cuarenta y cinco minutos parecía que el estadio Azteca se había ido flotando a la sombra del Kremlin y se cantaba el Cielito lindo con un coro de miles de sombreros, como si el mariachi sonara mejor con balalaikas. El equipo de Alemania jugó esa primera mitad como jugaba antiguamente México: intimidado, amedrentado, dependiendo del contragolpe, asombrados ante los regates y desubicados por un enjambre de toques en taquicardia que provocaron el hermoso coro de Olé cada vez que triangulaban los mexicanos el balón entre ellos.
El gol merece un párrafo en tinta de oro: la cancha como bandera, el espacio largo y abierto como paisaje de novela de Rulfo, el breve guiño de un cuento de Fuentes al recortar a Mezut Özil y esperar como versito de Paz la llegada de Kroos para entonces fusilar al portero como ensayo de Alfonso Reyes. Todo un galimatías de Cantinflas envuelto en el producto del toque y los relevos, las líneas avanzando como si la Revolución Mexicana le pusiera el ejemplo a los bolcheviques en la entrada del Palacio de Invierno… y el mérito compartido por todos los verdes en la cancha, de pronto cristalizado en la bota de un jugador que se apellida Lozano y cuyo nombre (Hirving) lleva la H muda que cambia la ortografía oficial y de paso, acepta el apodo de Chucky, en alusión a un muñeco asesino.
Allí está el detalle. Se enrevesó el orden del mundo con el milagroso miligramo de milisegundos en los que el Chucky anota el gol ya histórico, tanto como el milagroso vuelo del portero Francisco Guillermo Ochoa (el que había hecho milagros hace cuatro años ante Brasil en Brasil) y que ahora atajó el frustrado empata que intentó Kroos a balón parado. En la nerviolera hubo momentos en que los teutones parecían el reparto estelar de una película hitleriana y pausas de una reposada calma donde parecía que los mexicanos sólo querían aguantar el tiempo, recurrir al contragolpe y a punto estuvieron de meterle otros dos sustos a la maquinaria perfecta de la Novena Sinfonía, con una picardía de son jarocho que lamentablemente no llegó a las redes.
Se olvida entonces el refrán de que la selección de México “jugó como nunca y perdió como siempre” para empezar a digerir un futuro donde quizá podamos ganar como se merece quién se apoya en sus pares, quien se concentra en lo que tiene que hacer (a pesar y por encima del bochornoso reventón con el que se despidieron de México al viajar al Mundial) y quienes no se intimidan ante las columnas supuestamente inamovibles de eso que llaman el primer mundo. En el recurrente pesimismo mexica se decía desde hace semanas que nuestro equipo era capaz de ganarle a Alemania y luego, perder inexplicablemente con Corea. Lo dudo muy sinceramente, pues a mi parecer, el Chicharito ya trae el peinado de Kin Jong Un y sus compañeros el ánimo convencido de que somos capaces de saltar por encima de cualquier muro para demostrarle a millones de niños –o esos tres mil detenidos en la frontera norte—que México es un gran país, lleno de virtudes y verdades, paisajes y párrafos, ingenio y sonrisa, colores que se comen y canciones que se lloran, pintando de verde las gradas de cualquier estadio porque ya se sabe: para bien y para nervios, jugamos de local.
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