La vida en treinta días
Yo y muchos nos quedaríamos viendo para siempre partidos de la primera fase, que es donde se asienta la genuina prosperidad
Hay años que a la vida solo le pedimos que haya Mundial de fútbol. Ni siquiera que haga sol. Solo el Mundial te resarce de ciertas contrariedades. No nos extrañe que sin él existiesen todavía con más brío los problemas reales. Quizá en su lugar tendríamos que pensar en hacer cosas. Yo y muchos nos quedaríamos viendo para siempre partidos de la primera fase, que es donde se asienta la genuina prosperidad, cuando aún es posible engañarse con la idea de que el torneo no acabará jamás, y que entretanto no tienes que atender las tramas de tu propia vida. Algunos mundiales, de hecho, una vez empiezan ya no finalizan. Recuerdo que después del nuestro se abrieron centenares de bares por todo el país a los que sus dueños llamaron Mundial 82.
Este verano volverán a pasar cosas en nuestras existencias que recordaremos solo porque hubo Mundial. ¿Por qué, si no, podría recordar que hace cuatro años actuaron en Ourense Fangoria y las Nancys, o que el vecino de al lado quitó la bañera e instaló un plato de ducha? Cada etapa de nuestra vida puede relacionarse con un Mundial, quizá también una marca de automóvil, o una canción, o todo un disco, o nuestro primer empleo, o un viaje al extranjero, o una ruptura. En unas pocas semanas, entre el primer partido y el último, tendremos la sensación de haber vivido el doble. Mucho me equivoco o cuando Rusia quede atrás constataremos durante algunos minutos una pérdida automática del sentido de la vida. Después del Mundial, el caos de siempre. No te apetecerá nada. Ni tener apetencias. Solo querrás que te devuelvan al Mundial, porque era tuyo. Serán cuatro semanas en las que te reconciliarás con naciones a las que, en realidad, nunca habías amado. Te parecerá que no te juegas nada durante un Japón-Senegal, o un Australia-Perú, pero de pronto te sorprenderás sufriendo, como cuando conduce alguien de quien no te fías y pisas el freno imaginario de la plaza del copiloto. Todos los partidos te van y te vienen. Un Mundial da tanto de sí que incluso te enamoras de una camiseta o de un meme, como el de Sabella desmayándose en el Argentina-Bélgica de hace cuatro años.
Sin darte cuenta serás islandés, coreano, costarricense, portugués, quizás iraní. En un Mundial no conviene ser de aquí o de allí. Nadie debe conformarse con ser de su selección y punto. Menudo suicidio. Uno no puede irse a casa solo porque su selección caiga eliminada. Hay que subirse a otro carro, y después a otro, y a otro, hasta que ganas el Mundial casi en persona. Entre un Mundial y otro pasan cuatro años en los que el fútbol es una opresión mecánica. Nos deleitamos en los torneos de clubes porque amamos los espejismos, y porque de espejismos también se vive. Aunque tengo amigos que creen precisamente que el único fútbol real es el de clubes. Cuando lo pienso mejor, coincido. Pero durante el próximo mes no quiero pensarlo. Me gusta creer que en este mes nos jugamos toda la felicidad. ¿Y después? Quizá después no haya después.
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