Barçalandia
Obviar lo evidente y centrarse en la ficción institucional también es una forma de militancia
“El mejor país del mundo es esa España de la que tanto hablan en los informativos de TVE”, suele decir un amigo mío cada dos por tres. Lo hace, creo yo, por espantarse las pulgas de una actualidad que le pica y por no cambiar de canal, que es su particular manera de entender el patriotismo. A mí me sucede lo mismo con el Barça del que habla Josep María Bartomeu en sus apariciones públicas: no lo reconozco pero me gusta. Al fin y al cabo, obviar lo evidente y centrarse en la ficción institucional también es una forma de militancia, algo que gran parte de la parroquia culé llevamos haciendo casi toda una vida.
Ahí va una anécdota que nos define o tal vez nos retrate, quién sabe: un recién fichado Patrick Kluivert se planta en el museo del club y solicita a uno de los empleados que le muestre el expositor de las Copas de Europa. “¿Solo una?”, parece sorprenderse. “No lo habría dicho nunca. Yo pensaba que por el ruido que hace este club, por cómo es conocido en el mundo, tendría alguna más, por no decir muchas”. Como bien recuerda Ramón Besa en un artículo de 2015 titulado Més que un club, més que un equip, el holandés se marchó al Newcastle seis años más tarde y en las vitrinas seguía luciendo, solitaria, aquella única réplica de la codiciada orejona. El alboroto del entorno, sin embargo, se había redoblado.
Poco después, curiosamente, el silencio invadió el Camp Nou y aficionados tan ilustres como Sergi Pàmies se daban cita en el estadio para disfrutar del sonido cadencioso de la pelota. Aquel fútbol, de tan musical, entraba por la vista pero también a través de los oídos y en ocasiones bastaba con cerrar los ojos durante el calentamiento para intuir el resultado del partido. Eran los años de Laporta, de Rijkaard y Guardiola, de la dictadura de los bajitos y su buena docena de canteranos… Años gloriosos en los que el habitual ruido adoptó un formato diferente: ya no se utilizaba para imaginar méritos y agrandar nuestra leyenda, sino para minusvalorar los triunfos y quebrantar el estado de felicidad impuesto por la doctrina Cruyff.
“Votar sí a la moción de censura es votar no a Cruyff", afirmaba el hoy presidente Bartomeu. Ya por entonces, el estado real del club parecía una ficción instalada en su cabeza pero con una diferencia evidente respecto a la actual: aquella era una película de terror y catástrofes naturales, una especie de Independence Day a la catalana, mientras que ahora todo adquiere tintes de comedia romántica, algo del estilo de 50 primeras citas pero sin Drew Barrymore. En sus propias palabras, este no es un club que fiche a golpe de talonario ni descuide la cantera. Tampoco una entidad estigmatizada por una condena judicial y con un expresidente en prisión preventiva, acusado de blanqueo de capitales.
Tan solo la enorme masa salarial parece acechar nuestra Ítaca particular, y lo advierte Bartomeu justo antes de deslizar la posibilidad de tener que volver a revisar el contrato de Leo Messi. Así las cosas, empieza a parecerme que la realidad se ha convertido en un capricho muy caro mientras que vivir en Barçalandia tan solo exige cerrar los ojos y una pizca de imaginación. No parece un mal negocio: escuchando a Bartomeu, ambas cosas podrían salirnos gratis.
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