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Froome hace del infierno del Zoncolan su paraíso

Victoria simbólica del inglés en el monte más duro de Europa, donde el líder del Giro, Yates, pone a Dumoulin contra las cuerdas

Carlos Arribas
Froome, a punto de cruzar la línea de meta en la decimocuarta etapa del Giro, mira hacia atrás, donde le sigue Simon Yates, líder de la general.
Froome, a punto de cruzar la línea de meta en la decimocuarta etapa del Giro, mira hacia atrás, donde le sigue Simon Yates, líder de la general. LUK BENIES (AFP)

Froome no ganará el Giro seguramente pero, en 17 minutos de soledad y dolor hizo del infierno su paraíso.

La ascensión al Zoncolan, el monte más duro de Europa para los ciclistas, un infierno, según se acepta con poca discusión, fue la escalera al cielo del inglés de Kenia, que atacó feroz y alegre en cabeza a 4,3 kilómetros de la cima (20% de pendiente allí, “el sitio en el que había que atacar”, dijo Froome, que se lanzó tras la aceleración de su pareja de siempre, Poels) y logró una victoria mínima y enorme. Detrás de él, pegadito tras una persecución en la que conoció, por primera vez, su límite, entró el otro inglés del Giro, Yates, un inglés de Manchester vestido de rosa, calmo y orgulloso pedaleando contra unas cuestas que a veces llegan al 22% de pendiente, el lugar en el que las cabezas se vacían y el corazón late entre los dientes desbocado, como quería Dante para los condenados a su infierno, como obliga el dióxido de carbono, la falta de oxígeno, que envenena las voluntades.

No la de los ciclistas. Todos buscan en el Zoncolan la verdad, su verdad, que es la de todos.

No la voluntad de Yates, clara en la asfixia, decidida. El corredor del Mitchelton sigue líder, y con más ventaja, y tuvo el valor de pelearle a Froome. Los dos son ingleses pero sus mundos son lejanos. Froome es un hijo de la tecnología del Sky, de la fuerza del bloque, del trabajo de sus gregarios; Yates, Simon, y su gemelo, Adam, renunciaron al camino del Sky. Eligieron crecer en un equipo australiano, lejos. Los dos mundos se encontraron en el corazón histórico del ciclismo, allí donde la épica arraiga en el hueso, en los montes de granito del Friuli, en las pendientes imposibles del Zoncolan.

Fue una ascensión, la de Froome, de 40m 6s. Más lenta que las extraterrestres de 2007 (Piepoli, Simoni y el niño Andy Schleck, estrella a los 21 años); más rápida que las de Igor Antón en 2011 y la de Nairo y Rigo en 2014. A 6s llegó Yates, quien desafió a la ortodoxia y en su caza metódica, calculada y errada se levantó estilista del sillín, casi como un sprinter, a lo Valverde, allí donde todos los sabios de toda la vida dicen que al levantar el culo se pierde tracción. Y vivió la frustración de no haber alcanzado a un rival al que habría deseado ver ya hundido, y la esperanza de haber adelantado en 31s a Tom Dumoulin, el holandés a quien más teme, uno que nunca ha dejado que la acción que se desarrolla a su alrededor, el vuelo de moscones de los grimpeurs puros, siempre al acecho, que aceleran y frenan a su alrededor, y ascienden a golpes de genio y rabia. Y frenan cuando no pueden más. En ese mundo, Dumoulin se aísla y sube solo al ritmo del cálculo y el realismo del ciclista que de nacimiento tiene un cronómetro de contrarrelojista en la cabeza: cuánta energía tengo, cuánta puedo gastar por kilómetro, cuántos kilómetros hay…

A 1m 35s llegó el primer español, el vasco del Astana Pello Bilbao, un prodigio de regularidad e invisibilidad que marcha noveno en la general (y todo el Giro en el top ten).

El Giro, así en abstracto, es para Dumoulin, el faro de la carrera, una larga contrarreloj de 21 días; y, en concreto, será para todos, una contrarreloj de 34 kilómetros que se correrá el martes en Trento, donde tantos concilios y tantas reacciones. Yates espera el domingo en la traicionera Sappada, más terreno a favor de su pedalada ligera, de su velocidad, de su soplo, aumentar su actual ventaja de 1m 24s sobre Dumoulin en la general y enfilar la última semana y el final atronador en Le Finestre y Cervinia, aún vestido de rosa.

Puede que Froome aún aspire a ganar su primer Giro. Y si no gana, la resurrección simbólica en el Zoncolan, subrayada metafóricamente por su capacidad para salir en cabeza de los dos túneles que acercan a la cima, pues el triunfo es ver la luz al final del túnel y, además, ser el primero que disfruta de su baño, le ha valido al menos para reivindicarse. “Qué alivio, ganar aquí”, dijo Froome, ya quinto en la general, a 3m 10s de Yates.

No soy un bluff, puede al fin decir en el Giro el ciclista que se cayó dos veces, que resoplaba y se movía arrítmico, aquel del que todos dudan desde el salbutamol de la Vuelta. Uno que ha ganado en el Ventoux, que ha ascendido corriendo a pie el monte lunar, que ha ganado cuatro Tours y una Vuelte. Triste el destino de los héroes del ciclismo del siglo XXI.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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