Historia de un penalti
La pena máxima es puro romanticismo. En fútbol, y dentro del área, el ojo humano acata las órdenes del amor
Fue un penalti clarísimo. Hay que pitarlo siempre, casi siempre, a veces, nunca. Seguramente ni siquiera fue penalti. Eso depende del área, el árbitro, el equipo y, quizá, de cómo te cae el equipo. Un penalti es puro romanticismo. Se ve o no se ve por amor. Si hacemos un repaso por los foros donde la gente se lo piensa dos veces antes de verter una opinión sosegada, la conclusión es unánime: fue y no fue penalti. Meditarlo en frío, con toda la inteligencia de la que uno es capaz, no cambia nada. Un penalti no pierde su dramatismo aunque pasen mil años.
Nunca como ante un penalti resulta tan improductivo el principio de no contradicción, según el cual una proposición no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo, o surgirá una contracción lógica formal. Esta formulación emana de aquel poema de Parménides, que en uno de sus versos decía que “lo que es es y lo que no es no es”. No había visto mucho fútbol, supongo. Tampoco Avicena, que afirmaba que a cualquier persona que negase el principio de no contradicción se le debería golpear y quemar hasta que admitiera que ser golpeado y ser quemado no era lo mismo que no ser golpeado y no ser quemado.
Si te apetece que sea penalti, me parece difícil que no existan indicios razonables para señalarlo. En fútbol, y dentro del área, el ojo humano acata las órdenes del amor. Nadie verá claro algo que no quiere ver, de modo que si no le apetece que sea penalti deseará que el juego siga como si nada. Sí, fue penalti, lo vio todo el mundo, pero hay que demostrarlo, y eso es casi imposible. La misma dificultad sale al paso si pensamos que no fue penalti. Millones de testigos pudieron constatar que no hubo penalti, pero ¿cómo probarlo? Algunos penaltis merecen que estemos discutiendo sobre ellos eternamente. Su existencia es versátil, como las leyes del cielo y del infierno. A veces, ir a un sitio o al otro apenas depende de que dobles la página de un libro o no laves la taza del desayuno justo al acabar.
Un penalti no habla por sí mismo. Hay que darle existencia, o inexistencia, con la palabra. Tú declaras o no el penalti, del mismo modo que le revelas a alguien que lo quieres o que en realidad ya no estás enamorado. No se deduce su evidencia en silencio. Nada, en el interior de un área, es tan fehaciente que no necesite de un tercero, por detrás, gritando que es o no es penalti, y punto. Las cosas claras, que ves con tus propios ojos, necesitan, digamos, aclaración, o cualquiera podrá confundirlas, como en aquel pasaje de Oficio, de Serguey Dovlátov, en el que el escritor recordaba la retransmisión por televisión de un combate de boxeo cuando aún existía la Unión Soviética.
“Un púgil del color del betún luchaba contra un polaco de cabellos rubios”, escribe, y el comentarista del combate señaló con sutileza, nada más comenzar, que “pueden identificar al boxeador de piel negra por el ribete azul celeste de su calzón corto”, para que no cupiese duda.
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